21.1.07

¿Quién tiene la culpa de la mala educación?


Foto © Proyecto AprenDes-Usaid

Supongamos por un instante que la mala educación tiene un culpable. Que este sujeto está vivo, que no ha huido del país y que está escondido en alguna parte. Mejor aún, imaginemos que lo pescamos. Y no sólo eso. Vamos a presumir, para felicidad de todos, que el individuo confiesa. Es decir, que admite su culpa y se muestra dispuesto a revelar –por si el fiscal no conoce- todas aquellas cosas que hizo mal a sabiendas o todo lo bueno que dejó de hacer, sea por comodidad, por negligencia, por interés o por ignorancia. La situación sería privilegiada. Al fin y por boca de una sola persona, definitivamente bien informada, conoceríamos de manera irrefutable toda la verdad sobre las causas de nuestra mala educación.

Ahora bien, aunque parezca insólito, si leemos los diarios de estas últimas semanas, esta traviesa y absurda suposición pareciera cobrar realidad. Es decir, uno lee las noticias y se queda con la sensación de que ese culpable, en efecto, existe. Y que había sido el maestro. ¿Los motivos? Uno podría prepararse para conocer una lista muy larga de razones y sinrazones, pues los problemas de nuestra educación son vastos y complejos. Pero no. Los motivos que se exponen son sólo dos: no sabe enseñar y encima hace huelgas. Luego, la solución parece fácil: hay que capacitarlos o botarlos y todo se arreglará. Y, lo que es peor, hay gente que lo lee y lo cree.

Naturalmente, si preguntamos a los maestros dirán que ellos no tienen ninguna responsabilidad y que el gran culpable es el gobierno. Las autoridades, a su turno, señalarán al sindicato y el sindicato, a su vez, al Ministro de Educación. Este es el mundo real. No sólo no hay un supuesto gran y único culpable, susceptible de buscar y atrapar, sino que –aparentemente- no hay ninguno. Nadie parece sentir culpa por la educación que tenemos. A nadie persigue su conciencia cada noche por lo malo que hizo o lo bueno que, a sabiendas, dejó de hacer cuando pudo hacerlo. Todos declaran hacer su mejor esfuerzo, pero todos dicen ser víctimas de alguien más. Finalmente, todos se esmeran por demostrar que la culpa en todo caso, parafraseando el famoso eslogan de los X Files, está allá afuera.

Una manera simpática de averiguar dónde están las responsabilidades es observando a las escuelas que funcionan bien y con buenos resultados de aprendizaje, a pesar de tener todos los factores en contra: la pobreza de los estudiantes, la precariedad material del colegio, la deficiente preparación del personal, la indolencia de las autoridades locales. Instituciones donde nadie se siente víctima y se deciden a hacer cosas sencillas pero efectivas que no se observan en el común de las escuelas.

En un estudio efectuado por UNICEF entre el 2002 y el 2003 (1), en escuelas chilenas muy pobres pero con altos rendimientos escolares, se encontró que los buenos aprendizajes eran el fruto de un conjunto de decisiones y maneras de actuar absolutamente a la mano. Para empezar, en estas escuelas existe un proyecto educativo que se propone lograr altos niveles de rendimiento. Es decir, creen en la posibilidad de que todos sus estudiantes lleguen lo más lejos posible en sus aprendizajes. Son proyectos, además, que contienen planes de acción y metas concretas que se cumplen sin excusas, pero que también se evalúan, corrigiendo de inmediato lo que está mal.

Allí existen también reglas de juego claras para todos, así como la voluntad explícita de cumplirlas sin atenuantes, con responsabilidad profesional y sentido ético. Como se trata de cumplir funciones exigentes, los docentes trabajan en equipo todo el tiempo, apoyándose mutuamente. Por lo demás, se ofrece a los profesores oportunidades de capacitación, asesoría y evaluación permanentes, lo que supone directores que saben aprovechar los diferentes espacios y recursos ofrecidos por el Estado y gestionar eficientemente el apoyo externo y los recursos materiales que tienen disponibles.

En estas escuelas exitosas las clases son motivadoras, con docentes que se preocupan por mantener interesados e involucrados a todos los alumnos, motivados a aprender. Clases donde son estimulados a razonar, expresarse y escribir, incentivando su capacidad de explorar y su creatividad. Clases a cargo de docentes que planifican y aprovechan el tiempo, que saben crear un clima de confianza y respeto en el aula, estableciendo relaciones afectuosas con sus estudiantes y empleando una disciplina positiva.

Todo esto que les he relatado de manera breve, también es el mundo real. Esto quiere decir que la mala educación, además de otras causas que no se excluyen, puede ser así mismo producto de instituciones escolares que carecen de un proyecto educativo propio –aún si cumplieron con escribir, copiar, comprar o adaptar uno prestado para entregar a la UGEL- y que no depositan mayores expectativas en sus estudiantes, subestimándolos por ser pobres o campesinos y por pertenecer a familias poco instruidas o «incompletas». El prejuicio se traduce siempre en actitudes y comportamientos de rechazo o desinterés fácilmente advertidos por los niños. Pero también en una gestión escolar donde el éxito en los aprendizajes no es el eje de sus preocupaciones y que elude, más bien, toda responsabilidad por ellos.

Del mismo modo, es producto del desorden institucional y de esa cultura del desacato que nos hace burlar acuerdos y normas internas cada vez que se puede en beneficio de nuestra comodidad e interés, aún a sabiendas que eso rompe la confianza de los colegas y perjudica a los estudiantes. Así mismo, es fruto de una enseñanza reiterativa y monótona, que repite lo mismo cada año, que avanza el programa sin preocuparse por los que se van quedando atrás ni comprobar si se cumplieron los prerrequisitos, que no le preocupa tener alumnos interesados y entusiastas sino obedientes, que le basta que repitan y copien pues asume que ponerse a pensar, opinar y discutir en clase sólo hace perder el tiempo o que no revisa tareas ni cuadernos o lo hace mal y con total negligencia.

Por supuesto, las responsabilidades no sólo están ahí. Las autoridades, por su lado, necesitan admitir que la deficiente preparación de los docentes, egresados de instituciones de educación superior autorizadas a entregar títulos a nombre de la Nación, pero cuya calidad ha carecido de control oficial alguno, muchas de las cuales no se pueden clausurar amparadas por los jueces, es responsabilidad del Estado. Como lo es también la laxitud de las normas y requisitos para enseñar en una institución educativa pública y para mantenerse en ella, más allá de lo bueno, lo malo o lo pésimo del desempeño exhibido. Ni las malas instituciones formadoras ni las deplorables reglas de juego las inventó el maestro.

No podemos dejar de recordar que la escuela que hoy conocemos es el producto anquilosado de un momento de la historia humana que fue dejado atrás por el avance de la modernidad y de los modos de producción. Pero es también fruto de la discriminación social, pues su precariedad, mediocridad e ineficacia es directamente proporcional al grado de pobreza de la población que atiende. Hay evidencias contundentes, sin embargo, como las que encontró el estudio de UNICEF hace poco, que nos muestran cómo el anacronismo histórico y la pobreza de la escuela pública no representan siempre y necesariamente una condena irreversible, cuando cada quien asume sus propias responsabilidades y se decide a cambiar el curso de los hechos.

Según la Organización Mundial de la Salud, una conducta psicopática es la que, entre otras cosas, se muestra incapaz de sentir o admitir culpa, evidenciando una marcada predisposición a culpar a los demás, así como a racionalizar la propia conducta, mostrando irritabilidad y despreocupación por los sentimientos ajenos. Aunque suene exagerado, no puedo dejar de pensar si acaso no es ese el tipo de actitud que se refuerza hoy por los términos en que está planteado el debate público sobre la mala educación.

Allí nos conducen las simplificaciones, dirigidas a la búsqueda de un chivo expiatorio, cuyo sacrificio ritual –como se prescribía en el Antiguo Testamento- sirva para dejarnos a los demás limpios de toda falta. Pero allí nos conduce también la costumbre de buscar refugio en el comodísimo papel de víctimas, justificando siempre lo indefendible y echando a otros la culpa de nuestra propia irresponsabilidad.

«No he cometido culpas contra los hombres»: esta frase, encontrada en el ‘Libro de los Muertos’, colección de textos funerarios del antiguo Egipto, era el inicio de un conjunto de invocaciones rituales efectuadas por los sacerdotes en nombre del muerto, mientras su cuerpo era trasladado por una barca al otro lado del río. Si eran verdaderas, no se quemaría, si eran falsas quedaba envuelto por las llamas. No creo que sea necesario llegar tan lejos. Pero si nadie siente culpa por nada, porque cree que todo lo ha hecho bien o por que todo lo que ha hecho mal ha sido obligado por las circunstancias, tenemos un problema. Somos dueños de nuestras decisiones y debemos hacernos cargo de sus consecuencias. De lo contrario, nuestra mala educación no tendrá jamás un solo responsable y será, simplemente, producto de la mala suerte.

Lima, 27 de enero de 2007


(1) UNICEF-Chile (2004), ¿Quién dijo que no se puede? Escuelas efectivas en sectores de pobreza. UNICEF, Santiago de Chile.

2 comentarios:

Unknown dijo...

Estimado Lucho, a cuenta de más, hay un estudio en marcha de la UMC que es interesante pero un poco freaky por los resultados que Liliana y su gente me adelantaba.

El otro asunto es ¿cómo así usamos tanto el término "culpa" en la escena pública cuando ésta es una forma de control social prácticamente inexistente en el Perú. Sobre eso sigo en otro momento pero escribí hará quince años un artículo publicado en un congreso de psicoanálisis.

Walter Twanama

Luis Guerrero Ortiz dijo...

Buena pregunta Walter. En verdad, la esperaba. Hablé de "culpa" a sabiendas que podía generar reacciones, pero lo hice motivado por dos cosas. Uno, por la película "Escondido" de reciente estreno y que enfoca el tema de la culpa de manera brillante (¿la viste ya?), en un contexto de resistencia casi invencible del personaje principal a asumir responsabilidad alguna por las consecuencias de sus decisiones. Dos, por el clima de acusaciones que se ha desatado a raíz de la evaluación docente, donde nadie se siente responsable por nada de lo que pasa con la educación del país, pero donde todos se acusan mutuamente.

Cuando notas que es la cultura del cinismo la que se impone en una situación de conflicto, recuerdas que la culpa puede surgir como un síntoma de salud mental. Porque algún malestar por las implicancias de malas decisiones puede ser preludio a la rectificación. Pero a veces sientes que aquí a nadie le importa tomar opciones que perjudiquen a otros, si acaso te dan ventaja y beneficios. Frente al relativismo moral y a la psicopatía social, no me disgustaría que empezáramos a sentirnos un poco mal cada vez que hacemos cosas en educación que afectan a otros o que dejamos de hacerlas a sabiendas que los perjudican. Se que la vida no tiene sólo dos colores y que puedo tomar decisiones imperfectas en ciertas circunstancias donde mis opciones son limitadas, pero no estaría mal preocuparse un poco por las consecuencias. Me encantaría leer tu artículo. Un añejado de quince años puede ser muy sabroso.