31.12.06

Andrea quiere ser (bien) evaluada


Fotos © AprenDes 2006

Pedrito habla con soltura. Explica con tranquilidad y en sus propias palabras la maqueta de la escuela que ha hecho con sus compañeros, utilizando los cubitos de madera que la maestra les entregó. Una hora antes, Pedro y sus demás compañeritos habían salido fuera del aula a hacer un recorrido por el local escolar, premunidos de su cuaderno y su lápiz para poder dibujar todo lo que podían observar, usando sus ojos como cámaras fotográficas. Ya en sus mesas, los niños ha¬bían dado volumen, altura, ancho y profundidad a sus dibujos y la profesora visitaba ahora cada grupo de trabajo para observar los resultados. Pero quien escucha a Pedro, no puede dejar de reconocer un niño seguro de sí mismo, libre para expresarse en su propio estilo y deseoso de dar cuenta del fruto de su esfuerzo. La misma actitud era posible encontrar en los demás niños de esa y las demás mesas de esta escuelita multigrado, situada en las afueras de Huaraz, en la parte más alta de uno de sus cerros circundantes.

Pero la buena disposición de estos niños ante el aprendizaje no sería posible sin una emoción esencial para cualquier persona que necesita concentrarse en algo y desplegar al máximo su actividad mental: la confianza. Estos niños creen en su maestra, se sienten libres de ser quienes son y se entregan a la tarea con entusiasmo, pero también con la seguridad de que no van a ser objeto de censura, rechazo o sanción por lo que hacen. La maestra, además, se interesa por su quehacer, observa, pregunta, cede la palabra, no está hablándoles todo el tiempo ni diciéndoles paso a paso como tienen que hacer las cosas. Además, no los anticipa con la verdad, les propone preguntas que los invitan a bus¬carla o, mejor aún, a construirla, es decir, a pensar, a elaborar sus razones, a cotejar sus percepciones, a discutir entre ellos las respuestas.

Andrea es maestra de primaria desde hace cinco años. Se formó en un instituto superior pedagógico de la región, bastante malo en realidad. Siempre odió pasar cinco años de su vida sentada en una carpeta escuchando tediosas exposiciones magistrales año tras año, muchas veces a cargo de profesores que no parecían saber de lo que hablaban. Pero Andrea es experta en repostería, aprendió el arte de su abuela desde muy niña, no escuchando largas explicaciones durante horas, sino haciendo, es decir, con las manos en la masa, siempre bajo la amable y atenta mirada de su maestra, que nunca la expulsó de la cocina porque quemó un pastel o se le desmoronó un budín. Y así es como Andrea enseña a sus alumnos ahora en la escuelita 1406 .

¿Por qué ser evaluado es indispensable?

Michael de Montaigne dijo en el siglo XVI que educar no era como llenar un cántaro, sino como encender una antorcha. Eso es precisamente lo que Andrea hace con sus pequeños estudiantes: los incita, los reta, los promueve, los hace pensar, no los considera descerebrados sólo porque sus padres son campesinos. El problema de Andrea, sin embargo, es que estas cualidades pedagógicas, de primerísima importancia en la educación de hoy, que busca girar ya no como antes en la capacidad de repetir del alumno sino de pensar creativamente y de actuar sobre la realidad, no sabe que las tiene. Quiero decir, nunca nadie le ha dicho que se sabe desempeñar muy bien en el aula ni, menos aún, le han dado razones claras para basar su juicio.

Si Andrea viviera en Chile (o en Brasil, Colombia, Cuba, México), hubiera sido evaluada por el Estado y habría podido conocer con suma precisión que ella «establece un clima de relaciones de aceptación, equidad, confianza, solidaridad y respeto» en su salón de clases, que además «manifiesta altas expectativas sobre las posibilidades de aprendizaje y desarrollo de todos sus alumnos», que «promueve el desarrollo del pensamiento» en el aula y que, por añadidura, sabe emplear «estrategias de enseñanza desafiantes, coherentes y significativas para los estudiantes». Estos son apenas algunos de los 20 criterios que allí se emplean para evaluar la calidad del desempeño profesional del maestro –dentro del denominado Marco para la buena Enseñanza minuciosamente consensuado con su Colegio de Profesores- en cuatro ámbitos fundamentales: el de la preparación de la clase, el de la creación de un ambiente propicio para aprender, el de la enseñanza misma y el del cumplimiento de sus responsabilidades profesionales.

Pero quizás esta evaluación hubiera podido detectar algunas fallas que Andrea apreciaría conocer para corregir. A lo mejor, podría haber detectado que no «comunica en forma clara y precisa los objetivos de aprendizaje» a sus alumnos, o que no conoce suficientemente «las características, conocimientos y experiencias de sus estudiantes».

Si más profesores como Andrea tuvieran la oportunidad de saber en qué son buenos y en qué necesitan mejorar, estarían en condiciones de demandar con más lucidez el tipo de capacitación que requieren y no se dejarían dar gato por liebre con resignación, con el magro consuelo de un certificado donde consta el triple de horas que realmente duró el programa formativo que le vendieron. El Estado peruano sabría, además, qué tipo de capacitación en servicio ofrecer, dónde colocar los énfasis y qué tipo de estrategias podrían ser más adecuadas a las necesidades detectadas por la evaluación, en vez de uniformizar la oferta de formación sobre el falso y cómodo supuesto de que todos los profesores necesitan exactamente lo mismo.

Más aún, las instituciones escolares, con sus directores a la cabeza, sabrían las fortalezas y debilidades de su personal docente y podrían saber qué tipo de programa formativo requieren, en qué aspectos algunos podrían colaborar con otros y dónde están las mayores dificultades para transitar de una práctica discursiva basada en la repetición y en el monólogo del maestro, a una práctica interactiva –como la que exhibe Andrea- basada en el estímulo a la capacidad de pensar, investigar y crear de los estudiantes.

Si tuviéramos un sistema de Carrera Pública Docente distinto al actual, que basara ascensos y remuneraciones en la calidad del trabajo efectivo del profesor y no en sus años de servicio, la evaluación ayudaría a establecer a quienes en justicia, es decir, en razón de sus méritos y no del almanaque, les corresponde un ascenso y un aumento de sueldo. Como eso todavía no existe en el Perú, una profesora como Andrea, a pesar de sus notorias cualidades y esfuerzos, seguirá ganando igual que Tomás, docente de la misma escuela pero a cargo de los últimos tres grados de primaria y que asiste cuando quiere, se limita a hacer copiar en el cuaderno lo que dice el libro y nunca deja a nadie hacer una sola pregunta en clase.

¿Qué se necesita saber para ser un buen docente?

Mucho se ha insistido y con razón en el último período, en la necesidad de mejorar el dominio curricular de los maestros. En buen romance, esto significa hacer que los profesores conozcan mejor aquello que deben enseñar. Se ha enfatizado sobre todo la necesidad de mejorar su dominio sobre los contenidos relativos al lenguaje y a las matemáticas demandados por el Diseño Curricular Nacional. Sin embargo, lo que hace buena maestra a Andrea no es sólo el que sepa mucho de las reglas del idioma castellano o que domine con destreza las nociones y procedimientos matemáticos que corresponden al primer ciclo de la primaria. Andrea es buena maestra, además, porque sabe enseñar lo que ella conoce bien, observa, escucha y recoge lo mejor de sus alumnos, intercambia con ellos, respeta sus procesos, sabe cuándo y cómo retarlos a ir más lejos. ¿Es que esto no merece ser evaluado o vale tan poco que puede ser postergado hasta el próximo quinquenio?

Pero aún si el dominio curricular fuese una medida suficiente para establecer la calidad de un maestro, uno tiene derecho a preguntarse por qué los aprendizajes en el ámbito del lenguaje y las matemáticas son mejores que aquellos en el ámbito de las ciencias, del desarrollo socio personal o del arte; dónde está establecida esta jerarquía de manera oficial. No en la Constitución ni en la ley, por cierto, cuyos mandatos son más amplios. No puedo evitar pensar, sin embargo, que este reduccionismo a lo elemental dentro lo más básico del currículo, suena razonable sólo porque se trata de la educación pública, es decir, del sistema donde estudian los hijos de las familias cuyo nivel de ingresos los sitúan debajo de la línea de pobreza.

En la edad más antigua de nuestra civilización, los griegos proclamaban una educación orientada a la verdad, la virtud y la belleza, es decir, al conocimiento, a la ética y a la estética. Pero no para todos, sino para los hijos de aquel sector de la sociedad de entonces al que la educación le era reconocida como un derecho, no como un privilegio. Iniciado el siglo XXI, sin embargo, en plena modernidad, una educación que asegure aprendizajes en estos tres grandes ámbitos parece ser un privilegio negado para los más pobres. Es decir, los alumnos de Andrea tendrían que conformarse con aprender a leer y sumar, quizás porque se piensa que la cabeza de estos pobres niños no da para más, quizás porque se asume –con gigantesco prejuicio- que profesores como Andrea no existen en la escuela pública.

Humberto Maturana sostuvo alguna vez que la ciencia era para él una manera de vivir. Es decir, más que el dominio de un cuerpo congelado de conocimientos o la recitación de un método –que jamás se utiliza en las aulas por cierto- el aprendizaje en el campo de las ciencias necesita ser para los alumnos el aprendizaje de la capacidad de hacerse preguntas, de formularse problemas, de hacer pronósticos, de analizar, de investigar, de experimentar, de hacer uso de las teorías para construir explicaciones y soluciones sobre toda clase de hechos de su realidad. El Perú de hoy ¿necesita esto menos de sus ciudadanos que su manejo eficiente de las cuatro operaciones matemáticas básicas?

Del mismo modo, uno podría preguntarse por qué serían menos valiosas y necesarias la seguridad en sí mismo, la autoconfianza, la autonomía, la capacidad de convivir con otros distintos y de complementarse en sus diferencias para realizar tareas y lograr objetivos comunes, cualidades que constituyen demandas críticas de la sociedad peruana -dividida en razón de enormes y viejas desigualdades, fragmentada en razón de una diversidad sociocultural que es pretexto para el prejuicio y la exclusión- y que los alumnos de la escuela 1406 de Huaraz parecen estar en camino de alcanzar, gracias a la competencia de su maestra en un área del currículo poco rankeada entre los expertos, como es la de desarrollo socio personal.

Hacer lo que se necesita, aunque no sea fácil ni rápido

El Ministerio de Educación ha anunciado una evaluación censal a los maestros peruanos. Eso significa que hay una percepción clara de la necesidad de evaluar y decisión para hacerlo. Siendo eso muy bueno, lo que necesitamos ahora no es un solo acto de evaluación docente, menos una simple prueba de cultura general, menos aún un examen escrito de lenguaje y matemáticas. Necesitamos diseñar y validar un sistema de evaluación técnicamente serio y transparente para institucionalizarlo, a fin de que mida capacidades profesionales en distintos ámbitos del desempeño docente de manera periódica y cuyos resultados sirvan para diseñar planes de mejoramiento profesional en los centros educativos, así como planes descentralizados de formación en servicio de parte del Ministerio y en cada región del país. Pero también para que los maestros que hacen bien su trabajo ganen mejor, con todo derecho. Lo que exige cambios en las reglas de la Carrera Docente. Conviene a los maestros, como Andrea, que creen en lo que hacen, que merecen ser reconocidos y quieren superarse siempre. Conviene a los estudiantes y a sus padres, conviene al país.

Desde nuestro punto de vista, hay que concentrar energías en esta tarea mayor, a fin de que los esfuerzos y la inversión pública que se logre desplegar sirvan para dar pasos adelante en la superación de un estadio ya insostenible de la docencia, reducida en los hechos a un simple oficio mecánico e ineficaz de aplicación de métodos, técnicas y plantillas estandarizadas de programación curricular.

Profesionalizar la docencia significa hoy, al mismo tiempo, redefinir el núcleo mismo del significado de enseñar y aprender, pues ya no se requiere –como señalaba Montaigne cuatro siglos atrás- llenar cántaros vacíos con conceptos y datos, ni aún si se tratara de conceptos matemáticos y lingüísticos, lugar donde continua fuertemente anclada la educación nacional. Se necesita más bien encender las antorchas de la creatividad y la producción intelectual, tanto como las del comportamiento público ético y responsable, de la convivencia y la solidaridad.

Pero ese fuego no brotará con una docencia pasmada en el paradigma de la repetición y la frontalidad. Seamos exigentes con aquellos que quieren quedarse ahí o incumplir incluso responsabilidades más elementales cuando nadie lo vigila, a pesar de los medios y las oportunidades entregadas. Pero ampliemos recursos y opciones de superación profesional allí donde el propio Estado no fue capaz de brindar una formación inicial mínimamente seria y, a pesar de eso, entregó título a nombre de la nación. Evaluemos, entonces. Evaluamos siempre en adelante, pero para ayudar a nuestros profesores a reconocer los pasos que ya dieron y los que aún necesitan dar en todos los ámbitos en que deben mejorar (no sólo en uno), como Andrea y muchos más como ella, para avanzar en la nueva dirección que el país les demanda.

* Publicado en la revista de Foro Educativo Año III, Nº 9-Diciembre 2006. Lima, Perú.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Luchito, te felicito por este artículo.
Tu apreciación sobre la necesidad de "reestructurar" la evaluación docente es una prioridad en el ámbito educativo.
Desde que tengo a mi cargo la coordinación del área de castellano y tutoría, estoy inquieta y preocupada por este tema.
Cómo acompañar a mis profesoras y motivarlas para elogiar y reconocer sus competencias y talentos así como ayudarlas a que sean conscientes de los aspectos personales y profesionales en los que deben seguir mejorando.
Como equipo directivo, estamos trabajando en esto a través de acompañamientos de clases, asesoría personalizada, elaboración de una Carpeta de Desarrollo Profesional donde cada profesora tenga su Ficha de Autoevaluación, su Informe de Evaluación, su Propuesta de Mejora...en fin...queremos acompañar a cada profesora para que nos sienta cercana (desde un mail, una visita a nuestras oficinas o una llamada telefónica).
Necesitamos conocer a cada una de nuestras profesoras para así elogiar sus logros, consolarlas cuando se sienten desilusionadas, animarlas cuando se sienten exhaustas, apoyarlas cuando lo soliciten y capacitarlas en las áreas que necesitan de la manera más personalizada que sea posible sin hacerlas sentir incómodas, juzgadas o descalificadas.
Nunca nos olvidemos que antes de ser directivos con cargos administrativos o académicos somos maestros y debemos tratar a nuestros alumnos y profesores con el respeto y cariño que se merecen.

Cariños y un montón de bendiciones,
Mónica S.