7.4.07

Infancia y ciudadanía: restaurando los quebrados puentes


Fotografía (c) José Cochachi-Ayllu Galería Multimedia

«Denme otras madres y les daré otro mundo» dijo una vez San Agustín. Si el santo de Hipona hubiese vivido en esta época, hubiese pedido quizás otras cosas, además de madres, para poder cumplir semejante promesa. Es decir, hubiera percibido mejor cómo los ambientes y personajes menos cercanos a los niños, en la medida que pueden influir en las ideas, conductas y elecciones de sus madres, pueden influir también en su formación ciudadana. De cualquier forma, pese a sus 15 siglos de antigüedad, la idea de fondo es válida: lo que ocurra con la infancia en sus primeras experiencias va a tener repercusiones directas en su vida social y en su posterior actuación pública.

Lloyd deMause, brillante historiador inglés, dijo que la explicación a los peores dramas y horrores de la civilización humana siempre se ha buscado en los escenarios más ruidosos de la historia, prestando escasa atención a lo que ocurría en el mundo privado de los hogares o los patios de recreo. En realidad, afirma deMause, «es cada generación de padres e hijos la que crea los problemas que después se manifestarán en la vida pública», es decir, que no permanecerán en el ámbito de los individuos o de su vida doméstica, sino que trascenderán a su actuación ciudadana.

San Agustín no dijo «denme niños bien alimentados y les daré otro mundo». Su alusión a las madres obedecía a su percepción de que aquello que estaba fallando durante la primera edad de los seres humanos, no era tanto un problema de cuidado cuanto de calidad de sus relaciones con las personas que tenían responsabilidades con ellos. De hecho, el descuido y hasta el maltrato a los niños en épocas anteriores de la humanidad ha sido siempre una expresión de desamor y desprecio, de egoísmo y prejuicio, de encono y venganza, cuando no de indiferencia, más que de simple desinformación o distracción de sus padres.

Varios autores y fuentes reportan un largo periodo en la historia de la infancia, en la que los niños eran objeto de indiferencia o abandono físico y moral. Hasta el siglo IV, en Grecia y Roma el infanticidio era aprobado por leyes y filósofos, siendo potestad de sus padres decidir sobre la vida del recién nacido. Hasta el siglo XIII era una costumbre extendida enviar a los niños a ser criados por terceros. Este tipo de trato hacia los niños no tenía que ver con la pobreza. En ambientes pobres y ricos, letrados y no letrados, el niño era una carga insoportable para padres poco dispuestos al sacrificio. Entre los siglos IV y XVIII, además, imperó una teología que consagró una visión aterradora de la infancia como portadora del pecado original y por lo tanto del mal, que necesitaba ser doblegada y sometida por cualquier medio. Así fue como se legitima la subordinación de los niños respecto de los adultos y el castigo como vía para conseguir la obediencia.

De entonces a la fecha, si algo ha quedado en el imaginario colectivo es que al adulto le corresponde el rol de cuidador y proveedor, mientras que a los niños el de estudiar y obedecer. Será por eso que la etimología de la palabra «infancia» alude al que «no habla», predominando más bien la idea de que los niños son básicamente objetos de protección y reprimenda, además de propiedad indiscutible de sus padres. Será por eso, además, que los servicios públicos dirigidos a la infancia se concentran sobre todo en sus necesidades de alimentación y salud, prestando escasa o pésima atención a la calidad de sus experiencias de socialización en su familia o en su vecindario y en su relación cotidiana con sus padres, hermanos y otros niños de su entorno.

Lamentablemente, la educación infantil no ha logrado romper estos estereotipos. Prisionera de una visión escolarizada de la formación humana, ha tendido a reducir sus posibilidades a lo que pueda ofrecer desde sus establecimientos formales y sus guiones prediseñados. Es por eso que le resulta difícil percibir la existencia de capacidades innatas en los niños, así como de habilidades surgidas en su interacción con ambientes generalmente difíciles y desafiantes. Tenemos en el Perú más de un millón de niños menores de tres años que viven en situación de pobreza, esforzándose por abrirle camino a un desarrollo sano apoyados en sus ganas de vivir y en sus propias fortalezas internas.

Todas estas cualidades infantiles, que guardan relación con sus posibilidades de comunicación, de pensamiento, de autoconfianza, de vinculación social, de manejo del espacio, de dominio de su propio cuerpo y hasta de la armonía del sonido, son absolutamente educables y tienen muy poco respaldo en las rutinas mecánicas de estimulación temprana o de aprestamiento que se suelen practicar en los espacios de educación formal dirigidos a los niños menores de 5 años, en especial a los más pobres. El desarrollo de estas facultades exige otro tipo de oportunidades que los educadores deberían aportar y que ayudarían mucho a fortalecer una nueva imagen social de la infancia. Para empezar, la de un niño competente y con identidad, que no requiere de un dueño o un patrón y sí de adultos capaces de acompañar y motivar, de contener sin dejar de nutrir, así como de afirmarlos todo el tiempo en su autonomía.

Que la educación de los niños pequeños –no sólo su supervivencia- ya no es un asunto privado sino un problema público y por lo tanto un tema de la agenda ciudadana, no es una certeza diáfana en la población. Tampoco lo es en los círculos más ilustrados y, menos aún, entre los diseñadores de las políticas estatales, en general, para quienes la noción de infancia se asocia automáticamente a servicios asistenciales de protección, nutrición y salud.

No obstante, ampliar la visión de las familias, de los investigadores y de las autoridades respecto del inmenso potencial que representa para el país una infancia sana y con un desarrollo óptimo de sus mejores capacidades, se ha vuelto hoy en día un desafío político. La razón es que nunca antes como en los últimos seis años el Estado se ha abierto a la participación de la ciudadanía y ha empezado a compartir decisiones referidas al mejor uso de los recursos públicos. Hecho que ha ganado estatuto legal y que viene ocurriendo tanto en el nivel central como en las propias regiones.

Es por eso admirable y alentador lo que ha ocurrido en el país en los últimos dos años. Convocados por el Ministerio de Educación, se propuso a representantes de diversos sectores del Estado y la sociedad civil de 12 regiones constituir una alianza a favor de la infancia, cuyo principal propósito fuese influir sobre sus autoridades regionales para que incluyan en su agenda de prioridades, políticas expresamente dirigidas a los niños. La presencia entre los convocados de operadores directos de los programas existentes en los diversos sectores públicos, así como de iniciativas no gubernamentales, debía ser garantía de una visión amplia de la niñez, en la que tuviesen cabida la atención a sus necesidades tanto de supervivencia y protección, como de identidad y desarrollo.

La propuesta fue aceptada y se lanzaron al viento doce semillas que lograron germinar y crecer de manera autónoma, las mismas que hoy sorprenden por su vitalidad. A la fecha, existen redes regionales de promoción de la infancia en Piura, Arequipa, Lambayeque, Loreto, San Martín, Cusco, Apurímac, Puno, La Libertad, Pasco, Junín y Huanuco. A pesar de haber contado con un apoyo limitado desde el nivel central, varias de ellas han logrado consolidarse y extenderse hacia sus propias provincias e influir de manera significativa en sus Gobiernos Regionales. Otras conservan el entusiasmo y la iniciativa, aunque tienen por delante desafíos diversos, como el de abrirse más a su sociedad civil y su comunidad académica, organizarse mejor internamente o hacer más constante la experiencia de colaboración mutua. En conjunto, necesitan fortalecer en mayor medida su capacidad de formulación de proyectos y propuestas, de incidencia sobre las decisiones de gobierno y de impacto en la opinión pública regional, así como de representar y, por lo tanto, de comprometer a sus propias instituciones de origen.

No obstante, a dos años de su constitución, estas redes sobreviven y conservan intacta su voluntad de convertirse en un núcleo ciudadano con capacidad de presión a favor de los niños de su región. Mejor aún, con capacidad de construir soluciones imaginativas a los desafíos del desarrollo humano regional, empezando por los que enfrentan sus habitantes en sus primeros años de vida. Si las examinamos una por una con una enorme lupa, se harán visibles sus debilidades, es decir, ciertos sesgos, alguna rigidez, insuficiente apertura o falta de reflejos ante las oportunidades. Pese a todo, son una esperanza, un esfuerzo pionero que está empezando a colocar la primera piedra de una sociedad más civilizada, en la que los niños no vuelvan a padecer de invisibilidad.

Estas voces regionales no abundan en el país, en un país amodorrado en la costumbre de tratar a la infancia como una casta de seres inferiores urgida del auxilio y la caridad de la sociedad adulta, como entidades inconclusas, cuyo único papel es ser recipientes de la ayuda pública y la filantropía social. Por eso son valiosas, aunque aún sean débiles y necesiten modular mejor sus palabras o consolidar y afinar una visión de la niñez anclada en sus posibilidades antes que en sus carencias. Las regiones necesitan invertir en desarrollo humano, pero no lo harán si no cuentan con ciudadanos con la suficiente energía y lucidez para recordarles que invertir en el óptimo desarrollo de la infancia, es invertir en la calidad de las personas capaces de construir el progreso.

Lima, 07 de abril de 2007

3 comentarios:

Anónimo dijo...

Es definitivo que cualquier cambio en nuestra sociedad pasa por la reflexión, análisis y acción de aquellos en quienes se encuentra el poder. No obstante, sigo sin perder las esperanzas que lo que vamos haciendo en el dia a dia, y en este caso, desde las familias con nuestra niñez, es el mejor elemento de acción para generar el cambio. Un trabajo conjunto desde estos dos niveles hace sostenible toda propuesta pertinente y pensada desde el otro, para el otro.

Emma dijo...

Es interesante mirar el devenir histórico desde la vida cotidiana. Ericsson proponía que el principio de autoridad se mama en el pecho de la madre. Es decir el tipo de relaciones que se viven en el hogar u hotel segun como se viva forma la idea de sociedad esperada. Muchos de los hogares hoy se han reducido a relaciones de provisión: entonces ¿cómo se vivencia la pretendida democracia?
Soy testigo de los serios esfuerzos de las redes de Apurímac y Huánuco:lo importante es que crezcan nutriéndose de esta reflexión. Gracias Lucho

Anónimo dijo...

Coincido con Emma respecto a la necesidad de que las redes se puedan nutrir de estos espacios de reflexion. ¿ya los integrantes de las redes han recibido comunicacion de este articulo?
Creo que la experiencia resultaria intersante y hasta fortalecedora en muchos casos. Yo te aseguro que muchos intervendrian y se podria generar algo asi como un foro bien simpatico.
Efectivamente, las redes son una experiencia de dar voz a quienes no sabian que podian tener voz o podian utilizar su voz para defender los derechos de la primera infancia y mejorar sus intervenciones con esta poblacion y su familias.
Pero todavia falta.... consensuar esas voz y hacer que tenga una posicion en la agenda publica de sus regiones y hasta porque no a nivel nacional.
Ah, lo que dice Karina es cierto sobre la necesidad de la participacion de las familias para demandar el derecho que tienen sus hijos a una educacion de calidad desde el principio de la vida. En algunas zonas rurales no saben que existe un horario escolar a respetar, que se ha aumentado una hora mas de clase, que deben ser informados de los avances y logros de sus hijos, etc. Estoy plenamente convencida que la incidencia en politicas no solo debe ser desde arriba y desde las ideas bizarras de gente con poder politico.