6.5.07

Los padres y la educación escolar


Foto (c) Proyecto Aprendes-Usaid

Emilio Tenti, sociólogo argentino e investigador de UNESCO, dijo en una ocasión que el día en que las madres argentinas aprendieran a distinguir una buena de una mala educación, con la misma facilidad con que pueden reconocer un buen bife en el mercado, las escuelas de su país empezarían a cambiar. El cuento es simple. Mientras menos conozcamos las características de un servicio al que se accede por necesidad, podremos ser engañados con más facilidad. Si las conocemos, en cambio, podríamos presionar al proveedor para que nos sirva como es debido. En este sencillo razonamiento se basa la tesis que demanda entregar criterios muy claros a los padres para que puedan distinguir los buenos aprendizajes escolares y presionar para que las cosas empiecen a mejorar en educación.

Estela tiene un hijo de 7 años y vive sola con él. Madre preocupada por el bienestar de su hijo, pone mucha atención a lo que pasa en el colegio donde estudia. Ahora bien, los ojos de Estela suelen dirigirse a aspectos importantes, pero no necesariamente decisorios en lo que concierne a la calidad de los aprendizajes de su hijo. A ella le preocupa que los profesores asistan, que sean puntuales y cumplan su horario, que se note que hacen clases, que el colegio tenga materiales con que trabajar o que haya un mínimo de seguridad y orden.

Sin duda, todos estos aspectos son necesarios y permiten hacer un trabajo serio en las aulas. Pero ninguno de ellos sirve como indicio de una enseñanza de calidad ni de buenos aprendizajes ¿Calificaría Estela como bueno a un profesor puntual y cumplido que habla el solo toda la mañana, hace dictados y manda copiar textos de un libro? ¿Consideraría correcto que casi todo el salón repruebe en los exámenes pero el profesor, muy respetuoso de sus horarios y cronogramas, siga avanzando con el programa? ¿Valoraría positivamente que la política del director, muy preocupado por el orden, sea mantener las aulas en absoluto silencio durante toda la jornada escolar?

Estela y los demás padres del salón de su hijo no encuentran mal esta manera de educar pues se parece mucho a lo que fue su propia experiencia y a la que tuvieron que habituarse de grado o fuerza, pasándola con resignación a la lista de las cosas «normales». Tampoco la asocian a los malos resultados, pues la mayoría de ellos se cree el cuento que le contaron sus maestros: que si sus hijos no aprenden es debido a su propia indolencia o ineptitud. Entonces, es aquí donde Tenti tiene razón. Vaya si le sería útil a Estela disponer de nuevos criterios para juzgar mejor no sólo la calidad de los aprendizajes de su hijo, sino también la calidad de la enseñanza y la gestión de su escuela.

La pregunta de fondo que anima la discusión sobre el rol de los padres en la educación escolar, es una muy simple: ¿Qué le conviene al sistema que las familias hagan para mejorar lo que el propio sistema les ofrece? Hasta ahora, el sistema ha requerido de los padres que se ubiquen como receptores complacientes y agradecidos de un beneficio –no de un derecho- y, además, como colaboradores de su prestación misma. Esto último les ha exigido participar donando terrenos, locales, mobiliario, o trabajo voluntario, en apoyo a la docencia, la preparación de alimentos o la elaboración de materiales. Bajo esta modalidad se han multiplicado escuelas y establecimientos de educación inicial durante los últimos 40 años. Es decir, enrolando a las familias como sostenedores materiales de un servicio público prestado a medias, en especial a los más pobres.

No obstante, el sistema ha mantenido a las familias lo más lejos posible de la enseñanza y el manejo de la institución educativa. La razón achacada ha sido siempre su incapacidad para comprender las complejidades del currículo y la pedagogía o de la administración de una escuela, más aún si son iletradas o poseen una baja instrucción. Lo cual no ha sido impedimento, al mismo tiempo, para enrolarlos activamente como auxiliares de la tarea docente, asignándoles un rol de control y refuerzo del aprendizaje de sus hijos en el hogar a través de las nefastas tareas escolares.

Es verdad que se ha abierto paso una postura distinta, que reconoce en los padres la capacidad de participar en las decisiones, con poder de opinar y formular iniciativas que ayuden a la gestión. La idea ganó consenso en la comunidad internacional, insertándose en la legislación educativa de muchos países; y es así como lograron asiento en los Consejos Escolares recientemente constituidos. Pero estos Consejos, dispuestos sobre las viejas certezas, distorsiones y costumbres del sistema respecto del rol de las familias, se han convertido, allí donde funcionan, en una reedición del viejo guión de la participación. Es decir, en espacios de convocatoria a la colaboración familiar con el sostenimiento material de las instituciones. Las puertas del aula siguen cerradas para los padres.

Si el sistema educativo demandara ahora a las familias, de manera genuina y categórica, que empiecen a poner sus ojos en las aulas antes que en los ladrillos y en los aprendizajes antes que en los horarios, tendría que deslindar con el viejo rol que les asignó. En ese propósito, entregarles criterios claros para reconocer si sus hijos están teniendo logros o no, sería necesario. Pero también que el Estado provea a las escuelas de la infraestructura, equipos e insumos básicos para aprender bien, sin volver a pasarles el sombrero a los padres con el pretexto de una pobreza fiscal que ya no existe. Es decir, relevándolos de cofinanciar la educación de sus hijos, que por ley es gratuita.

Deslindar con el antiguo rol asignado a las familias supondría también entregarles criterios claros y facultades para discernir la calidad de la enseñanza y la gestión escolar. Estela y los demás padres del colegio de su hijo tienen derecho a juzgar no sólo los aprendizajes logrados sino también las mediaciones, es decir, los procesos, los canales, los formatos, las conductas y actitudes a través de las cuales se debe garantizar esos aprendizajes. El fin no justifica los medios y, por lo tanto, ni el monólogo del docente ni la cultura del copiado ni el maltrato ni la discriminación en las aulas podrían ser validados como vía para obtener mejores logros académicos.

En salud, se habla desde hace años de los derechos del paciente. Un amigo médico me decía hace poco que el cumplimiento de esos derechos pasa por una buena gestión de los hospitales, pero también por un Estado que se hace responsable de crear las condiciones materiales, financieras y normativas indispensables. En el caso de las escuelas no puede ser diferente. Para romper los viejos esquemas de enseñanza y gestión no bastan directivas oficiales o directores empeñosos, sino que se requiere inversión, así como una enérgica acción promotora y concertadora del Estado.

Pero Estela necesitaría, además, ser convocada a participar en la gestión de la escuela. Claro, sería una burla que la integren al Consejo Escolar a colaborar en la ejecución de las decisiones del director, a organizar rifas o a escoger el color con que puede pintarse el local. Estela y los demás padres deben ser convocados a formular y poner en práctica un proyecto de cambio institucional. Para cumplir bien este rol, Estela necesitaría estar cada vez mejor informada sobre los problemas a resolver y las alternativas disponibles. Lo que exige al sistema crear mecanismos que le entreguen siempre los elementos de juicio indispensables para tomar buenas decisiones.

Ahora bien, si el sistema educativo quiere de veras que los padres jueguen un nuevo rol, debería modificar la pobre valoración que tiene de ellos. Estela, que es comerciante, y los demás padres del colegio, suman un cúmulo de experiencias de vida, laborales y profesionales, que han sido fuente de innumerables valores y saberes. Este capital cultural, en vez de seguir siendo ignorado o denostado, debería ser aprovechado por la escuela para optimizar las posibilidades de aprendizaje de sus hijos.

Pero si las familias mismas, más allá de lo que hagan por las escuelas, pueden ser un potencial a favor de los aprendizajes, habría que replantear la interrogante inicial. Dijimos que la pregunta que motiva el debate acerca del rol de los padres era ¿qué le conviene al sistema que las familias hagan para mejorar los servicios que les ofrece? Sin embargo ¿Qué les conviene a los niños y adolescentes que sus padres hagan para aprender más con mejores resultados? La respuesta es crucial y no remite al gabinete del psicólogo sino a las políticas y al diseño mismo del sistema y sus instituciones.

En el caso de Estela, lo primero que su hijo esperaría es que su mamá abandone el papel de auxiliar de su profesora para empezar a cumplir el rol de madre. Es decir, a compartir con él más tiempo gratuito, libre de obligaciones y reprimendas, limitado al disfrute y el descubrimiento mutuo. Cuando el poco tiempo que tiene disponible para la comunicación con su hijo está invadido por las tareas escolares, Estela no puede ser su mamá y se ve obligada a ser su maestra, así como a presionar, exigir y amenazar en nombre de la responsabilidad. Más aún cuando ella, gracias a los reiterados mensajes entregados por su profesora a lo largo de los años, sea en el cuaderno de control o en las entrevistas, cree que su hijo es un costal de deficiencias.

Finalmente, el hijo de Estela también apreciaría que se interese por lo que vive en el colegio, que le pregunte siempre, que conversen y le crea todo lo que le confía. Por tanto, que esté dispuesta a defenderlo si es víctima de una arbitrariedad, así deba afrontar enconos o eventuales vendettas de sus maestros. Le ayudaría así mismo que lo estimule, que esté enterada de sus logros y demuestre entusiasmo por ellos, que lo motive siempre a superar sus dificultades, en vez de lamentarse y recriminarlo por sus errores. Enaltecería al sistema fomentar y no boicotear esta posibilidad.

Lima, sábado 06 de mayo de 2007

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