21.10.07

Por supuesto


Fotografía © Jorge Jaime, Ayllu Galería Multimedia

Si uno se detuviera a pensar cada cosa que hace, algo que suele ocurrir infrecuentemente y en algunos casos casi nunca, podría notar la enorme cantidad de cuestiones previas que damos por supuestas, sea porque las creemos de manera ingenua o prejuiciosa, sea por simple comodidad. Ponemos pan en el tostador y damos por supuesto que el tostador funcionará, que ha de quedar café en el repostero y que habrá suficiente azúcar en el lugar de siempre. Pedimos un menú al mozo del restaurante y damos por supuesto que va a retener sin problema las dos indicaciones añadidas respecto de la sal y el nivel de cocción de la carne. Instruimos a nuestro hijo sobre las tres cosas que no puede dejar de hacer en nuestra ausencia y damos por supuesto que las hará y que las va a hacer, además, de la manera como uno mismo las haría.

Murphy, el de las famosas leyes pesimistas, descubrió hace rato que las cosas nos pueden salir casi siempre mal porque partimos de supuestos errados que casi nunca nos damos el trabajo de comprobar. Por el contrario, el célebre Principito aprendió, en su encuentro con el extraño rey del universo, que los deseos y órdenes de un buen gobernante podían cumplirse sin dificultad siempre que, en vez de suponerlas, constatase antes la existencia de las condiciones mínimas necesarias.

Lo que voy a decir no es un consuelo pero valgan verdades estas cosas también ocurren en el mundo animal. Son bastante conocidos, por ejemplo, los experimentos con ratas dirigidos a comprobar en qué medida las conductas tienden a volverse rígidas y repetitivas, basadas en supuestos que alguna vez tuvieron realidad. Estos roedores hacían ciertas cosas que sólo se explicaban ante la presencia de una condición previa, por ejemplo el alimento, pero seguían haciendo lo mismo aún si tales condiciones dejaban de presentarse, pues continuaban dándolas por supuestas.

Todo esto sería anecdótico y hasta divertido si sólo ocurriera en las cosas triviales de la vida cotidiana de individuos despistados como yo, pero dejan de ser graciosas cuando ocurren en ámbitos más serios como el trabajo o la vida familiar. Peor aún, puede convertirse en un drama y hasta en escándalo cuando ocurren en la educación. El profesor, por ejemplo, diseña su plan de clases dando por supuesto que todos sus alumnos lo van a seguir con el mismo interés y la misma velocidad. Les da indicaciones sobre lo que tienen que hacer en el curso de una actividad, dando por supuesto que todos las entendieron de la misma forma. Avanza en el desarrollo de su programa dando por supuesto que todos ya saben las cosas previas que se requieren antes de pasar a la siguiente fase.

Más aún, en los años sucesivos al inicio de la escolarización, desarrolla el programa de tercero a sexto grado dando por supuesto que ya todos leen y comprenden. Enseña, además, lo que dice el programa curricular, dando por supuesto que ninguno ha llegado sabiendo ya algo o bastante de eso. O, por el contrario, se saltea varios aspectos dando por supuesto que nadie tiene la necesaria capacidad intelectual para aprenderlos. Encima, abruma a sus estudiantes con tareas para la casa, dando por supuesto que sus padres tienen el tiempo, la aptitud y la serenidad indispensables para hacerse cargo de eso. Lo mismo ocurre en las primeras semanas de clase, cuando da por supuesto que aquellos alumnos cuyas formas de ser le disgustan profundamente van a desaprobar, dando por supuesto además que cualquier esfuerzo pedagógico que pudiese invertir en ellos sería inútil.

Le ha pasado también a sucesivos Ministros de Educación. Se han producido, por ejemplo, textos escolares, suponiendo que todos los maestros los van a usar y valorar sólo porque los reciben gratis. Se han dado numerosas directivas oficiales, en cuya elaboración se ha puesto encomiable empeño, dando por supuesto que todos van a recibirla y que además las van a acatar. Se han hecho currículos modernos con el mismo ahínco, dando por supuesto que todos van a entender sus proposiciones de la misma forma como las concibieron sus formuladores, que todos los docentes exhiben las mismas capacidades que el currículo les demanda promover en sus alumnos y que todas las que se consignan para un grado pueden se aprendidas por todos los alumnos, por encima de las desigualdades, en el plazo de un año lectivo. Se han diseñado planes nacionales de formación para docentes en servicio, dando por supuesto que los agentes formadores elegidos están acreditados para hacerlo con eficacia, que entienden de manera cabal las demandas del currículo y que comparten una misma visión sobre la ilegitimidad de la pedagogía discursiva y autoritaria que prevalece en las escuelas.

Comprenderán que, en todos los casos mencionados, dudar de tales supuestos podría resultar inconveniente. El profesor de tercer grado que, en vez de suponer que todos sus alumnos leen y comprenden, constata que no es así, se mete en un dilema: o ignora ese de dato y sigue adelante a sabiendas que no van a aprender, debiendo hacerse de cargo de su remordimiento o su cinismo; o lo asume responsablemente, lo que significa detener el desarrollo de su plan de clases y completar el fallido proceso de alfabetización previa, asumiendo el retraso inevitable y la posible reprimenda de la autoridad. Lo peor que podría pasar es que el profesor no tome una decisión en función de la opción que aporta más beneficios a sus alumnos, sino de la que le trae menos problemas a él.

Dilemas semejantes perturbarían al profesor aficionado a la tarea escolar que, en vez de suponer que los padres de sus hijos están en condiciones de hacerlos aprender lo que él no pudo en la clase, constata que tampoco es así. Entonces tendría que afrontar él mismo los desiguales niveles de aprendizaje en el aula y tomar medidas tanto para apoyar a los que se van quedando atrás como para diversificar los caminos hacia los aprendizajes deseados, en función a las diferencias de aptitud de la clase. Claro, esto supone un mayor esfuerzo de reflexión y trabajo pedagógico. Su otra opción es ignorar esas limitaciones e insistir en delegar a los padres la responsabilidad de «nivelar» a sus hijos en casa, aún a sabiendas que la mayoría de los alumnos no resolverá sus dificultades.

En el caso del currículo, constatar que el sentido de sus demandas de aprendizaje es comúnmente tergiversado e incomprendidas sus implicancias a nivel de la enseñanza, en vez de suponer lo contrario, llevaría a rediseñar su estrategia de implementación. Ya no bastarían las directivas formales ni la entrega de metodologías operativas de planificación y de enseñanza al profesor, ni siquiera la subsanación de las deficiencias notorias en su formación disciplinar; habría que hacer sitio en la agenda a la construcción de acuerdos con los docentes sobre el significado y la necesidad de los aprendizajes exigidos a nivel oficial y sobre sus consecuencias a nivel de la pedagogía. O se hace eso, asumiendo sus costos y exigencias, o se ignora el problema, persistiéndose en los caminos hasta hoy transitados, aunque no funcionen. Como es lógico, la ventaja de reiterarlos es que las cosas se simplifican y aceleran, sin cargarse con preocupaciones y gastos adicionales.

Lo mismo ocurre con los supuestos no demostrados de las políticas de capacitación docente. Aceptar que esos supuestos son falsos y que tenemos un déficit clamoroso a nivel de recursos humanos calificados para emprender con calidad la proeza de formar decenas de miles de maestros en servicio al mismo tiempo, coloca a los decisores en un trance difícil: o se asume el reto de preparar a los agentes formadores en las competencias necesarias a nivel de currículo, pedagogía y gestión escolar, desde una perspectiva coherente con la necesidad de posibilitar cambios profundos en el sistema; o ignoramos el dato, lo relativizamos, lo negamos, y continuamos adelante poniendo a los maestros, a sabiendas, en manos de un contingente de capacitadores que, en conjunto y salvo excepciones, constituyen una lotería. Las ventajas de esto último es que permite impulsar acciones rápidas a nivel masivo, aunque fracasen. Las ventajas de la primera opción es que su margen de error se reduce significativamente, aunque demoren algo más.

Para quien no lo recuerde, los dos personajes de «Casa Tomada», uno de los más célebres cuentos de Julio Cortázar, quien después confesaría que fue producto de un mal sueño, se van mudando de una habitación a otra y clausurando las anteriores, en el supuesto de que estaban siendo sigilosamente invadidos por extraños. Cada ruido o movimiento que creían percibir en el cuarto contiguo era tomado como señal de presencias ajenas e impulsaba a los dos apacibles hermanos a replegarse progresivamente, hasta terminar por abandonar su casa.

Pero la mala costumbre de atribuir, antojadiza o interesadamente, a cada suposición un carácter de realidad, como lo hemos intentado demostrar, no ocurre sólo en las pesadillas de Cortázar ni en su literatura. En la vida cotidiana, conciente o inconcientemente, nos resulta más cómodo dar por hecho la existencia de las condiciones previas necesarias de una acción que nos apremia, pues de otro modo tendríamos que darnos el trabajo de construirlas y, por lo tanto, de retrasar nuestros planes, algo que sentimos intolerable.

Quinientos años antes de Cristo, el General Sun Tzu llamaba la atención de la necesidad imperiosa de mirarse a sí mismo y de mirar al otro, antes de emprender el camino de la guerra, pues la victoria tenía condiciones que había que tomarse la molestia de verificar o construir, antes que darlas por supuestas. Dos mil quinientos años después, hacer eso en la vida cotidiana o en la vida pública nos sigue siendo en extremo difícil y preferimos espantar la angustia negándonos a asomar por el telescopio de Copérnico, sólo para que nuestros ojos no vean lo que no queremos aceptar. Y nos sigue pareciendo más cómodo excomulgar a quienes sí se asoman, por supuesto.


Santiago, 21 de Octubre de 2007

4 comentarios:

Anónimo dijo...

Un post excelente y que dice lo que alguien tiene que decir.

Me llama mucho la atención la parte que dice "Aceptar que esos supuestos son falsos y que tenemos un déficit clamoroso a nivel de recursos humanos calificados" y tengo que decir que estoy de acuerdo.

Lo que es peor, cuando el docente ante grupo pretende mejorar su labor profesional y paga su capacitación, ésta no se toma en cuenta, sólo la que otorga ( o no)la institución...¿no existe algo de incongruencia en eso?

saludos

angelesb

Anónimo dijo...

Lucho... Puede ser no que se asuman cosas como supuestos, sino que, a sabiendas, no se les quiere dar importancia? Yo creo que en el Minsietrio se sabe que las capacitaciones -por ejemplo- no funcionan, pero hay gente que tiene que justificar su puesto y sueldo, no hay ganas de innovar, etc. etc. etc. Y entonces aunque se sabe que las cosas van a salir mal, se hacen de todos modos.

Luis Guerrero Ortiz dijo...

Queridos amigos, a veces se ignoran supuestos de manera deliberada e interesada, a veces lo hacemos inconcientemente, urgidos por la angustia de acortar caminos. Pero muchas veces ocurre por desinformación. Es decir, no conocemos el terreno sobre el que buscamos actuar y reemplazamos las evidencias por presunciones. Y a veces lo hacemos de buena fe. Pero sea por ingenuidad, por desconocimiento o por cálculo, el hecho es que tomar decisiones sobre políticas educativas sin considerar condiciones previas ni incluir en la agenda su construcción, es no sólo lamentable sino desastroso. Es tiempo, recursos, expectativas y quizás oportunidades los que pueden terminar perdiéndose por el caño.

Unknown dijo...

Me gusto mucho su reflexión sobre los por supuestos, coincido con ud. sobre que a veces ignorados de manera deliberada los supuestos.
Siga escribiendo, felicidades

Ma. Josefina Ortiz