15.10.07

Regresando al futuro


Fotografía © Juan Carlos Carrillo 2007

Stephen Hawking cumplió 65 años en enero y Lorena recién se enteraba. José Carlos lo contó. El era un fervoroso admirador de este famoso físico británico, severamente discapacitado por la esclerosis, pero con 12 Doctorados Honoris Causa sobre sus hombros. El perro de Felipe, un cachorro labrador de 40 kilos, ladraba con insistencia y ponía nerviosa a Lorena, aunque lo hacía sólo por integrarse al alboroto. Los tres profesores habían estado conversando animada y jocosamente, alternando a ratos la plática con la guitarra, sobre sus experiencias con los programas de capacitación docente en los que venían participando desde 1995. Fue entonces cuando José Carlos recordó a Hawking.

La asociación no fue casual. El recuerdo minucioso de los talleres por los que transitaron los había llevado a discutir qué podría pasar si tuvieran el poder de retroceder y reinventarlos. Allí es que le vino a la mente no la simpática película de Zemeckis, protagonizada por Michael Fox, sino el recuerdo de la reunión que sostuvieron con Hawking un grupo de científicos en la Universidad de Cambridge, cuando el físico cumplió 60 años. Porque el tema que animó la conversación de tan notables personajes no fue la torta de cumpleaños, sino la posibilidad de viajar en el tiempo.

José Carlos les explicó que viajar al futuro era científicamente posible y aún menos riesgoso que intentar hacerlo al pasado, por las consecuencias que implicaría desafiar las leyes de la causalidad. Les recordó que desde inicios del siglo XX, Einstein y su teoría de la relatividad mostraron que velocidades extremas o una intensificación de la gravedad, podían llegar a curvar el tiempo como una lámina de jebe. Es decir, las ecuaciones matemáticas de los físicos revelaban que semejante proeza era factible, aunque el costo del mecanismo capaz de lograrla sería exorbitante.

Lorena, a pesar de su intranquilidad por la ruidosa afabilidad del labrador, había escuchado con atención a José Carlos. Felipe, sentado en el piso de esa pequeña salita y abrazado a su perro, sólo atinó a decir: ¿Tú crees que si donamos a Hawking un mes de sueldo podría construir su máquina? José Carlos sonrió y le dijo: le alcanzaría quizás para comprar los asientos. Lorena en cambio, con inusual seriedad, comentó: ¿Saben qué? yo no desperdiciaría mi boleto viajando al pasado, a mí me gustaría viajar 20 años más adelante. ¿Qué esperas encontrar? le preguntó Felipe. Maestros del futuro, le dijo. Querría saber si en 20 años seguiremos en las mismas o si algo distinto va a pasar.

Fue la última frase solemne que se escuchó aquella noche. La guitarra de Lorena, una acústica bien conservada pese a sus años, herencia de su hermano mayor, se encargó de devolver al encuentro la levedad que necesitaban sentir para disipar cualquier desasosiego. Ya le habían dado suficiente a la formación de maestros. Y cuando aún sonaban en sus tímpanos los ecos de «Hermana duda», una de las últimas canciones de Jorge Drexler con que Lorena despidió la velada, los tres colegas se despidieron hasta el siguiente viernes. El tiempo vuela, dijo José Carlos. El tiempo vuela.

En la mañana del sábado, José Carlos despertó invadido por una extraña inquietud. Miró el reloj, se refregó los ojos con los dedos y se dijo: Hoy tenemos clases, no puedo llegar tarde. Se alistó velozmente y salió disparado en su bicicleta hasta el Centro de Maestros de su distrito, un espacioso local equipado con una magnífica biblioteca, fonoteca y videoteca, con equipo multimedia y de recepción de señal satelital, además de varias áreas para el trabajo individual y en grupo.

Esa mañana le tocaba recibir su primera clase del curso de pedagogía de grupos y se iban a elegir los temas de investigación. Luego tendría una reunión con su asesor, a quien había tenido de observador en su aula durante tres días seguidos la semana pasada. Era la primera de varias conversaciones que habían pactado. Si la mañana le alcanzaba, José Carlos quería además pedir en préstamo unas revistas colombianas de pedagogía que le habían recomendado y el video de una película china muy comentada durante un curso anterior, una que narraba la historia de una maestra rural. Luego chequearía su e-mail para averiguar si le llegó el último boletín de didáctica de las matemáticas que envía el Ministerio cada mes y lo imprimiría para llevárselo a casa.

José Carlos sabía que la escuela de su amigo Felipe, situada al sur de la ciudad, era una «Escuela de Desarrollo Profesional», es decir, una escuela asociada a una Universidad Nacional, lo que le permitía tener intercambios frecuentes con profesores de distintas facultades. Algo parecido a la «residencia médica» en un hospital. El programa le resultaba fascinante, pues estos profesores hacían diversas investigaciones sobre el trabajo de los docentes en sus aulas, compartiendo después con ellos sus hallazgos. Además, los tenían siempre al día con los últimos enfoques, teorías y descubrimientos, entregándoles toda la información necesaria para poner en uso ese conocimiento, en la medida de su interés y necesidad. Felipe le había contado que esta colaboración ponía en igualdad a los profesores de las universidades con los docentes de su escuela, rompiendo esas odiosas jerarquías que en el pasado los habían llevado a menospreciarse mutuamente.

El lugar que compartían José Carlos, Lorena y Felipe, gracias al cual se conocieron, eran las redes de escritura. Estas redes, verdaderas comunidades profesionales regadas por todo el país, permitían a cada profesor compartir conocimientos, incertidumbres y experiencias en la enseñanza de algún aspecto específico, a través de textos producidos por ellos mismos. La modalidad más grata a Lorena era la «silla del autor» por la que cada uno, en estricto turno, se sentaba en una silla delante de todos a leer en voz alta un relato, una descripción, un poema, cualquier tipo de escrito producido por ellos para comunicar una idea urgida de aire. Durante las siguientes reuniones estos escritos se volvían a exponer, pero incorporando todos los comentarios recibidos. Lorena siempre decía que eso le enseñó a escuchar críticas sin enojarse y a descubrir el poder de la escritura para pensar su propia enseñanza, para poner en evidencia prejuicios y cualidades que antes no percibía, y que ya había repetido esta experiencia con sus propios alumnos.

A la escuela de Lorena, además, había llegado de visita una semana atrás un grupo de maestros, catedráticos e investigadores de diversos centros de educación superior, a observar su trabajo de aula, a conversar con ellos y con los estudiantes, a explorar toda la compleja diversidad pedagógica allí existente. Este grupo había recorrido ya varias regiones, ciudades, colegios e instituciones formadoras, planteando a todas las mismas preguntas: ¿en qué consiste nuestra enseñanza?, ¿Qué retos nos plantea y cómo los estamos afrontando?, ¿cómo atendemos nuestras necesidades de formación?, ¿cómo nos organizamos para mejorar el trabajo pedagógico?, ¿qué saberes constituyen el capital de esta institución?, ¿qué proyecto institucional tenemos y qué estamos haciendo por él?

Esta actividad era parte de un programa denominado Expedición Pedagógica Nacional, una política que venía funcionando desde el 2021 y que había permitido registrar a través de fotografías, videos, libretas, audios, fichas, la vida diaria de una multitud de escuelas e instituciones formadoras visitadas. El análisis de todo este material permitía recuperar para la teoría pedagógica lo más relevante de cada experiencia, compartiéndolo después con los maestros a través de seminarios anuales. Estas visitas habían permitido construir un Atlas de la Pedagogía, un esfuerzo notable por referenciar los diversos caminos abiertos a los docentes en todo el país para renovar sus prácticas.

Quizás lo que más satisfacción le daba a José Carlos era sentir que había aprendido a ser docente de una manera distinta. No se sentía más un maestro limitado a ejecutar de manera automática e impersonal un conjunto de metodologías estandarizadas para el aprendizaje de cada área del currículo, ignorando la natural diversidad del aula. Ahora José Carlos había aprendido a pensar antes de actuar, a investigar las cualidades y aptitudes de sus alumnos antes de diseñar su clase, a escucharlos y a retarlos a avanzar en su reflexión a partir de sus propias ideas, motivándolos a agruparse y a buscar nueva información, a discutirla y a relacionarla antes que a repetirla. Para eso, había sido entrenado en sus habilidades sociales. Ya no le asustaba tener niños con personalidades diversas, había aprendido a manejar los conflictos con imaginación y sus propias incertidumbres sin desesperarse. Además, estaba siempre atento a las distintas reacciones de sus estudiantes luego de cada clase, para saber a quienes tenía que apoyar más y en quienes podía apoyarse más.

Las cavilaciones de José Carlos fueron de pronto interrumpidas por un sonido sordo y breve. No te preocupes, le dijo su madre asomando a su cuarto, esta vez el temblor fue leve ¿Vas a seguir durmiendo? José Carlos se levantó estremecido, corrió al teléfono y al cabo de una hora, sus dos leales amigos ya estaban con el. Lorena escuchó con paciencia el relato de su largo e ilustrado sueño y le dijo: oye ¿viajaste al futuro? ¡hiciste el viaje que quería hacer yo! Felipe en cambio lo devolvió a tierra: lamento desengañarte, pero los Centros de Profesores existen en México desde 1996. Las Escuelas de Desarrollo Profesional y las Redes de Escritura existen en Estados Unidos desde 1980. La Expedición Pedagógica es un proyecto que existe en Colombia desde 1998. Tu sueño no ha sido siquiera una premonición José Carlos. Sólo ha sido un deja vou.

¡Diablos! Dijo Lorena, estupefacta. Puedo creer en la máquina del tiempo, pero ¡qué difícil creer que semejante sueño sea realmente realidad! Lo verdaderamente increíble, replicó Felipe, es que nuestros programas de formación para docentes en servicio sigan atrapados en el mismo libreto, estacionados en las orillas más quietas del tiempo.

Lima, 16 de octubre de 2007


NOTA: Si desea regresar al futuro de la formación docente con más amplitud, léase el estupendo trabajo de Lea Vezub (2005), en el que me he tomado la libertad de basarme: Tendencias internacionales de desarrollo profesional docente. La experiencia de México, Colombia, Estados Unidos y España. Descargue el documento aquí.

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