16.3.08

Nueve desaprobados de cada diez o el difícil arte de aprender la lección


Fotografía © Huasonic/ www.flickr.com

Mis profesores me repitieron siempre en la Universidad que si la mayoría de la clase no aprueba un examen, la responsabilidad no está en los alumnos sino en el profesor. No es infrecuente sin embargo, en esas circunstancias, que el profesor tienda a dar por obvio que tal fracaso sólo se explica por deficiencias del alumno o de sus padres. Tampoco que se irrite ante la menor insinuación de que él y su mal trabajo pudieran ser parte del problema. Pero así como decimos hoy a los maestros que el fracaso en los aprendizajes sí está asociado a la calidad de su desempeño profesional y de la institución en la que enseña, no podríamos dejar de señalar que la desaprobación del 95% de docentes que participaron del concurso público para contratar y nombrar docentes el domingo 9 de marzo, obliga a poner los ojos principalmente en la responsabilidad del Estado.

Todos sabemos que los 174 mil maestros reprobados han obtenido título a nombre de la Nación, otorgado por el Estado peruano, se han hecho profesionales en instituciones todavía no acreditadas por el Estado, son fundamentalmente producto de la escuela pública, han estudiado en su mayoría en condiciones deplorables, sin que la calidad de su formación haya sido objeto de control efectivo de parte del Estado y sin que las graves deficiencias de su formación inicial, evidenciadas con datos y cifras contundentes en los diagnósticos de 1993 y 1996, hayan encontrado hasta la fecha políticas públicas capaces de corregirlas de manera efectiva, visible y definitiva. No lo perdamos de vista.

Nadie en su sano juicio podría discutir el derecho de nuestros niños y jóvenes de tener buenos docentes, pero estamos poniendo como requisito y punto de partida lo que debería ser en realidad nuestro punto de llegada. Si lo que buscábamos eran maestros de calidad superior al promedio, donde había que colocar energía, presupuesto, imaginación y audacia, era principalmente en la oferta de formación. Por preferir ante todo evaluar, corriendo apresurado traslado del complejo problema de la formación docente en servicio a las universidades, sin ninguna evidencia que respalde esta preferencia, ahora las autoridades han entrado a un verdadero callejón sin salida, un dilema lógico que habría despertado el máximo interés del mismísimo Bertrand Rusell.

Si acaso la decisión de no contratar o nombrar docentes que estén debajo de la valla colocada el pasado domingo fuera una cuestión de principios, lo justo sería someter a la misma evaluación a los más de 200 mil maestros ya nombrados. Si el 95% también reprobara, como se podría vaticinar a tenor de los pésimos resultados de la evaluación censal efectuada el 2007, habría que sacarlos sin miramientos de las escuelas. Sería lo más coherente. Así, llegaríamos a la paradoja de tener que aceptar que mejor que un mal profesor es no tener ninguno y habría que devolver a millones de niños a sus casas hasta nuevo aviso.

No proceder de este modo, sin embargo, nos colocaría ante un grave problema de doble moral, pues lo que se considera injusto e inaceptable para unos –maestros incapaces de acreditar un estándar básico de calidad- no lo sería para otros. Naturalmente, hacer lo primero es dejar a las escuelas vacías provocando un grave conflicto social, pero hacer lo segundo, mostrándose exigentes con los postulantes y flexibles con los docentes en ejercicio, es desacreditar irremediablemente tanto las medidas como las intenciones gubernamentales. Como ocurriría si se terminara aceptando la fuerza de los hechos y se contratara a los reprobados para no hacer perder el año escolar a miles de niños ¿Cómo fue que llegamos hasta aquí?

Quizás lo primero que debamos discutir y acordar es a qué llamamos buen desempeño docente, de modo que las pruebas de selección se basen en criterios claros y no en la opinión o las preferencias personales de quienes tienen eventualmente capacidad de decisión en esta materia. Lo que hay que recordar, sin embargo, es que estos criterios ya existen y están señalados por las normas.

La reciente Ley 29062 que crea la nueva Carrera Pública Magisterial, distingue cuatro ámbitos de evaluación docente: 1) formación profesional, 2) idoneidad profesional, 3) compromiso ético y 4) calidad de desempeño. Este último aspecto, según la misma ley, distingue a su vez cinco áreas: logros obtenidos en función a su tarea pedagógica; grado de cumplimiento de las funciones y responsabilidades tanto a nivel de la enseñanza como del desarrollo institucional de la escuela; dominio del currículo, de los contenidos pedagógicos del área y/o nivel, de los aspectos metodológicos y de los procesos de evaluación; innovación pedagógica; y autoevaluación.

Fuera de esto, la Ley de Carrera Pública establece 17 deberes del docente, cuya importancia es tan crítica que su incumplimiento podría llegar hasta su destitución. Pero no es la única fuente que norma la calidad del desempeño docente. También lo hace el Proyecto Educativo Nacional, hecho oficial el año pasado, el reglamento de la Ley General de Educación 28044 y hasta el Diseño Curricular Básico, aprobado hace menos de 3 años. Todos los criterios allí señalados encajan sin dificultad en alguna de las cuatro «categorías esenciales» señaladas para la evaluación docente por el artículo 24 de la Ley 29062, aportando más luces al concepto de buen desempeño.

Pues bien, de todos estos criterios establecidos por las normas, la prueba de selección del pasado domingo se detiene básicamente en uno: «dominio del currículo, de los contenidos pedagógicos del área y/o nivel». Acreditar este dominio es esencial, sin duda, pero no hay nada en la legislación actual que permita inferir que tal criterio es más importante que el resto, tan decisivo que basta para eliminar a un postulante. Más esencial, por ejemplo, que su capacidad de comunicación con los estudiantes, de incentivar sus mejores cualidades y aptitudes, de brindar apoyo continuo a quienes presentan dificultades, de construir un buen clima relacional en el aula, de diseñar y ejecutar actividades de aprendizaje que respeten la diversidad y que recojan los saberes previos de los alumnos, entre otros criterios de desempeño señalados por la ley tan explícitamente como estos.

En otras palabras, un mecanismo de selección que privilegia un examen de conocimientos sobre contenidos del currículo, parte del supuesto no demostrado que ese aspecto basta y sobra para establecer quién es un buen o un mal docente. No es válido el argumento de que las otras dimensiones se evaluarían en la segunda fase, pues este examen es eliminatorio. Si los 174 mil docentes desaprobados tienen acaso mayores competencias en los otros ámbitos de desempeño señalados por la ley, es algo que no se sabrá jamás. El implícito, que necesita ser discutido, es que esas otras capacidades son relativas y podrían ser en todo caso, objeto de un programa de formación posterior. Ni los resultados de la prueba psicológica que evaluó aptitudes emocionales en el plano intrapersonal, interpersonal, de adaptabilidad, de manejo de la tensión y los estados de ánimo, han sido fijados como criterio para decidir la eliminación. ¿Querría decir que el mal perfil psicológico de un postulante podría ser menos importante que su aptitud verbal y matemática?

El segundo problema a resolver es el de la formación docente. Nos sorprenderíamos de ver cómo diversos países vienen dejando atrás el viejo esquema de formación en servicio basado en cursos y conferencias magistrales. En México, por ejemplo, existen más de 560 «Centros de Maestros» en todo el país, concebidos como espacios de apoyo y acompañamiento formativo a la práctica del docente en un ámbito territorial. Cuentan con bibliotecas, áreas de trabajo individual y grupal, cursos, asesoramiento académico y programas de actualización de acuerdo con las necesidades de los usuarios. Tienen un personal especializado a cargo y su labor se dirige a potenciar la enseñanza, el vínculo con otras escuelas y el desarrollo profesional del maestro en diversas áreas de su interés.

En los Estados Unidos, en diversos Estados y distritos se ha venido promoviendo desde hace treinta años la asociación entre escuelas y maestros con facultades universitarias, como una forma de articular teoría y práctica, beneficiando a los docentes con las investigaciones desarrolladas por las universidades y a las facultades con la posibilidad de experimentar la aplicación de teorías. Una asociación como esta ha permitido tener maestros con mejor desempeño y mejorar los aprendizajes en las escuelas. En Colombia, la denominada Expedición Pedagógica Nacional, desde inicios de los 90, también asocia a maestros e investigadores que a manera de expedicionarios, viajan por pueblos y ciudades visitando escuelas e instituciones formadoras de maestros, propiciando intercambios y registrando las buenas prácticas pedagógicas y de gestión escolar existentes; estrategia que ayuda a la construcción de un Archivo Pedagógico Nacional y un Atlas de la Pedagogía en Colombia.

Lo que estas y otras experiencias prueban es la mayor eficacia de una formación dirigida no a individuos sino a equipos docentes de un mismo centro educativo, pues eso posibilita el aprendizaje entre pares, una estrategia muy efectiva; el compromiso de la institución con metas concretas de cambio en la calidad de la enseñanza; partir del análisis de la propia práctica docente y aprender de las fortalezas y debilidades de la propia experiencia institucional. También prueban el valor de una oferta de formación no estacionada en el dominio disciplinar y que busca enriquecer el saber pedagógico del docente. El PRONAFCAP podría sacar mejor partido de la experiencia internacional, replanteando prioridades y estrategias formativas, descentralizando su gestión y alineando su programa con los criterios de buen desempeño establecidos en las leyes y demás normas vigentes. A menos, claro está, que los resultados de esta evaluación sólo nos sirvan para confirmar la terrible dificultad que tenemos como país para aprender las lecciones que nos da la vida.

Lima, 16 de marzo de 2008

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