9.4.08

Acerca de la psicoterapia de familia y la evaluación docente


Fotografía © ckn.niwatori/ www.flickr.com

María es una niña de 5 años. Su maestra de jardín reporta su negativa recurrente a ingresar al aula al llegar cada mañana, al terminar el recreo o en momentos en que debiera regresar del baño. María suele quedarse parada y taciturna en la puerta del salón. La maestra llama a sus padres y los interroga acerca de eventuales conflictos vividos en la rutina familiar. Explora ese ámbito porque está convencida de que es allí donde se originan las conductas anormales de los niños. Pero María no se queda parada en la puerta de su casa. Ese umbral lo atraviesa sin problemas cada día. Es la puerta del aula la que no quiere cruzar. Conté esta historia en el Congreso Internacional de Terapia Familiar celebrado en la ciudad de Lima el 18 de junio del 2003, organizado por el Instituto Familiar Sistémico de Lima (IFASIL). Desde entonces, no he dejado de contarla en cuanta oportunidad he tenido. Sucede que el hecho es paradigmático y muestra de manera simple cómo y hasta dónde para la cultura escolar, sólo el niño invisible es un niño normal.

Por entonces, mi interés mayor fue proponer a un auditorio colmado de profesionales de la psicoterapia familiar y la psicología educacional, algunos puentes inusuales entre la educación escolar, la terapia de familia y la perspectiva sistémica. En realidad, los invite a transgredir la clásica división del trabajo que confinaba al maestro a su aula y a los psicólogos al gabinete y al lado más oscuro de los laberintos de la mente infantil. Expliqué lo mejor que pude algo que los educadores sabemos bien, aunque a veces la costumbre nos haga banalizarlo: cómo es que la escuela convencional es parte de un sistema donde las relaciones humanas se rigen por un código impersonal, estandarizado y uniformizador, donde lo diferente, cuando no es excluido, es objeto de malsana curiosidad, de censura y de sanción. Un mundo gris que la literatura ha descrito siempre mejor que la sociología en todas sus aberraciones, donde sólo se hace visible -con rostro, nombre, familia e historia- el que desafía las reglas y hace públicas sus diferencias en expectativas, en intereses, en emociones. Dicho en lenguaje policial: ese es el intervenido.

La idea del «niño deficiente», premisa básica de la cultura escolar a pesar de Rousseau y los siglos transcurridos, ha enganchado siempre bien con ciertos enfoques de la psicología clínica centrados fundamentalmente en la búsqueda de la patología. Pero esta noción no es casual. Desde la perspectiva de la cadena de montaje industrial con la que fueron diseñados los sistemas educativos, los niños fueron siempre concebidos como materia prima bruta, con fallas innatas, deformaciones e imperfecciones naturales que el sistema educativo se encargaría de corregir para generar un producto final educado. Como las piezas de una maquinaria no se arreglan solas, cuando alguna sufre un desperfecto se le saca temporalmente del sistema para repararlas desde afuera. Una vez «normalizada» se repone en su lugar. Ese es el rol que la escuela asigna a los psicólogos.

Esta imagen deficitaria de los estudiantes, que implica al mismo tiempo una percepción igualmente deficitaria de sus propias familias, así como el sentido «corrector» del proceso escolar, son premisas universales de los sistemas educativos. Sería lógico entonces que la escuela convocara a los terapeutas familiares a cooperar haciéndose cargo de las familias de los niños que el sistema separa por disfuncionales. Sería igualmente esperable que aquellos profesionales sintieran de manera natural que es allí donde pueden aportar mejor. Pero hay otra manera de cooperar. Haciéndose cargo por ejemplo de las limitaciones del sistema para comprender los comportamientos humanos, aportando las ventajas de una mirada sistémica a los problemas que surgen en la relación entre docente y alumnos, en el contexto mismo en que se producen: el aula de clases. Eso fue lo que propuse.

Una de las premisas con los que trabaja el modelo de terapia breve del Mental Research Institute de Palo Alto, California, es el carácter inevitable del cambio, es decir, en la más genuina perspectiva de Heráclito, el permanente movimiento que caracteriza a todas las cosas. Aceptar esta premisa llevaría, por ejemplo, al docente a sustituir la certeza de que ciertos niños con dificultades no aprenderán o la duda sobre cuán lejos puedan llegar en su rendimiento, por la pregunta ¿cuándo se producirá el cambio? Y de hecho lo promovería si todos sus diálogos con el niño se concentraran en las soluciones y las cualidades que posee para emprenderlas, antes que en los problemas. Esta no es una afirmación gratuita. Michael White, un experto internacionalmente reconocido en el campo de la terapia familiar, demostró que el nivel de depresión en las personas depresivas era directamente proporcional al monto de las conversaciones dedicadas a comprender su depresión.

Otra premisa de este modelo afirma que sólo se requiere un pequeño cambio para modificar una situación compleja. La tesis proviene de la teoría de sistemas y se refiere a la posibilidad de que la menor variación en alguna de sus condiciones iniciales puede provocar cambios en el conjunto de un determinado sistema, como lo demostró Eduard Lorenz con sus predicciones climáticas a inicios de los años 60. Lo que quiere decir que así como un cambio en el rol que habitualmente jugaba un miembro de la familia puede terminar modificando todo el sistema familiar, un sencillo cambio en alguna de las pautas de relación cotidiana de un profesor con sus alumnos podría terminar modificando la actitud y la disposición del conjunto de la clase hacia el aprendizaje.

Una tercera premisa sostiene que las personas tienen la fuerza y los recursos necesarios para cambiar, si parten del modelo que les permitió obtener logros en el pasado. Esto quiere decir que los seres humanos estaríamos mejor dispuestos a colaborar con la solución a nuestros propios problemas si acaso tuviéramos como referencia maneras de proceder basadas en nuestros éxitos antes que en nuestros errores o deficiencias. Lo que esto demandaría a un docente sería poner cuidadosa y permanente atención a las cualidades y los buenos desempeños de sus estudiantes, antes que a sus defectos y fallas, pues aquellos serían mejores referentes para el cambio cuando confronten un reto. Contra esta posibilidad, hay que admitirlo, ha conspirado mucho el modelo clínico con que se han movido la psicología escolar, centrada en la búsqueda de anormalidades.

Una cuarta premisa sostiene que los problemas consisten muchas veces en soluciones fallidas, que acaban convirtiéndolos en problemas de mayor gravedad. Ocurre con frecuencia que las personas y las familias tienden a congelarse en una cierta manera de ver y de actuar frente a determinados problemas, reiterando conductas inútiles una y otra vez, resultándoles difícil tomar distancia de sus propias soluciones y aceptar como posibles otro tipo de respuestas. Paul Watzlawick, uno de los padres de la terapia familiar sistémica, ilustró de manera brillante y mordaz este tipo de circularidad en la que queda atrapada la gente ante sus problemas en «El arte de amargarse la vida». En el caso de los docentes, esta premisa les demandaría poner más atención a sus clásicas maneras de enfrentar problemas comunes en el aula, pues sus propias soluciones –las de siempre- podrían estar siendo la fuente de las dificultades que no logra resolver.

Otra de las premisas de este modelo afirma que no es necesario conocer demasiado acerca de un problema para solucionarlo, pues en la vida de todo ser humano existe una diversidad de experiencias no problemáticas que también explican lo que él es. Las familias, cuando cuentan la historia de sus problemas, suelen omitir episodios no afectados por esas dificultades y cuya exploración podría revelarnos información que nos conduzca hacia la puerta de salida. Esa son las partes limpias y prometedoras de la propia historia que los docentes no suelen recoger cuando hablan de sus problemas en la enseñanza o de las dificultades en el aprendizaje de sus alumnos.

Finalmente, la sexta premisa afirma que existen numerosas formas de enfocar una situación y que ninguna es a priori mejor que la otra. Esta tesis se basa en una epistemología constructivista, para la cual no existe una sola versión, objetiva e indiscutible, de la realidad. «La teoría determina la observación» sostenía Einsten, indicando que las cosas pueden verse válidamente de más de una manera. Este supuesto demandaría al docente mirar con cuidado no sólo los acontecimientos relacionados a su quehacer pedagógico en todos sus matices y posibilidades, sino también las ideas de las que parte y que pueden estarle induciendo a enfocar los hechos siempre de la misma manera.

Una inesperada conversación reciente acerca de las razones por las que un educador puede elegir invertir tres años de su vida en formarse además como terapeuta familiar, me trasladó al Seminario del 2003 en busca de mis propios motivos. Pudo haberme llevado más atrás. Por ejemplo, a las fascinantes pláticas sostenidas a lo largo de los 90 y de toda la geografía nacional con José Luis Encinas, agudo terapeuta familiar peruano hoy ganado a la educación angoleña. El también convendría en que el aporte del enfoque sistémico de la terapia familiar a la educación escolar no se limita al trabajo terapéutico con las familias de «niños inadecuados» derivados por un sistema inadecuado. Lo que este enfoque enriquece de manera principal es el saber pedagógico del profesor. Un saber irreductible a un conjunto de artilugios metodológicos estandarizados y que puede hacer la diferencia entre aprender y no aprender en un salón repleto de niños o adolescentes cargados de historia e identidad, ansiosos por comunicarse y por encontrar un sentido personal al lugar que ocupan en esa vieja institución impersonal llamada escuela. Un saber insensatamente contrapuesto ahora a la necesidad de fortalecer el saber disciplinar de los docentes peruanos.

Me dirán que formar docentes en esta perspectiva y después evaluarla en su desempeño es más complejo (y costoso) que reforzar y después examinar sus conocimientos de aritmética. Esa es una media verdad que elude la cuestión de fondo en nombre del pragmatismo, pero es un argumento eficaz para volver irrelevante la pedagogía. Y es entonces que se me viene a la mente una de las más cínicas Leyes de Murphy aplicada a la educación: una falsedad práctica y fácil de entender, es más útil que una verdad compleja e incomprensible.

Lima, 09 de abril de 2008

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2 comentarios:

Anónimo dijo...

Luis,
No me cansaré de repetir que esa imagen del psicologo que describes es la del cluinico que se mete -ilegitimamente desde mi punto devista- al espacio educativo. Además de que hay mucha osadía y omnipotencia de parte de los clinicos que irrumpen en la escuela con su visión sesgada y patologizante, tambien hay una responsabilidad enorme del sistema educativo que no hace discriminación alguna entre especialidades dentro d ela psicología y permite que un modelo inapropiado para la psicología escolar continue ingresando y se siga manteniendo en las escuelas.

Luis Guerrero Ortiz dijo...

Concuerdo plenamente contigo, el enfoque clinico de la psicologia ha hecho carrera entre los maestros porque se da la mano con los prejuicios de la cultura escolar y los prejuicios de la sociedad respecto de la niñez. Antes se pensaba que la semilla del mal estaba en su alma como fruto del pecado original, ahora se sospecha de algun problema neurológico o algun retraso en su desarrollo afectivo. Enfocar las potencialidades de los niños para ampliarlas y fortalecerlas es todo un cambio de paradigma, pero necesario, muy necesario. He hablado aqui de los aportes de la terapia familiar, pero estaras de acuerdo conmigo que hay otras corrientes de la psicologia que pueden y deben concurrir a este mismo objetivo. Gracias por la nota Susana!

Lucho