27.4.08

Las penas de Lorena en la escuela pública peruana del siglo XXI


Fotografía © Paola Baltazar 2007

Hay muchas cosas de su escuela que apenan a Lorena y que se niega a aceptar con resignación, en nombre del realismo a que la convocan continuamente sus colegas más antiguos. Una de ellas, por ejemplo, tiene que ver con las distintas lecturas que hacen los demás profesores de las demandas del currículo. Para citar sólo un caso, el currículo dice que los niños que terminan la primaria deberían saber reconocerse y valorarse como personas dignas con responsabilidades y derechos. Pero ¿Qué es una persona digna? Para más de uno, el currículo se refiere a un niño que se porta bien y hace caso a lo que le dicen sus mayores. Lorena piensa que el asunto es más exigente y algo más profundo que eso. Otros creen que esa frase es sólo un adorno y lo que el alumno debe aprender bajo ese rótulo son las funciones de los gobiernos nacional, regional y local, la declaración de los derechos humanos y las diferencias lingüísticas y culturales existentes en el país.

En honor a la verdad, el currículo esta plagado de frases que no se toma la molestia de explicar y que podrían entenderse válidamente de más de una manera. Lo que mortifica también a Lorena es que estas diferencias de interpretación, que da pie a manejos sesgados y confusos de sus demandas de aprendizaje, no encuentran en su escuela un solo momento para ser conversadas. Menos todavía para intercambiar experiencias en la enseñanza de lo que cada uno dedujo del currículo. Dicho de manera simple, esto significa que no hay entre sus compañeros la necesaria claridad ni en los objetivos pedagógicos que se persiguen ni en las estrategias más convenientes para lograrlos.

A Lorena le apena, así mismo, que las escasísimas experiencias de supervisión que se ha tenido en esa escuela, se haya limitado a la revisión de los documentos exigidos formalmente por las normas. Ni los funcionarios del Ministerio de Educación que los visitan a la muerte de un obispo ni el director de su escuela ni ninguna otra persona, ejercen el rol de líderes pedagógicos capaces de asistirlos en sus dudas y confusiones. Cada aula es una isla y nadie se mete con el trabajo de nadie. Si los profesores están entendiendo y conduciendo bien o mal los complejos procesos de aprendizaje que demanda el currículo, si están tomando buenas o malas decisiones en relación a los problemas que van surgiendo en el aula, es algo que nadie tiene forma de saber. Luego, cada uno se queda con las conclusiones personales que deduce para sí mismo. Tanto peor para los alumnos.

Fastidia a Lorena igualmente el uso frecuente del castigo, un tema del que no se habla y que hacia fuera todos van a desmentir con absoluto cinismo, pero que dentro de la escuela todos aceptan como natural y necesario. En verdad, el maltrato verbal y físico de los estudiantes es cosa de todos los días, lo que significa que está ampliamente institucionalizado. Técnicamente podríamos decir que el abuso del poder que confiere la autoridad ocupa un lugar relevante en el «currículum oculto» de su escuela, pese a ser bastante explícito en verdad. Hasta los niños que lo sufren lo aceptan con resignación como parte de las reglas de juego de la institución.

Lorena sonríe cada vez que escucha a su director decirles a los padres de familia que en esa escuela se busca el desarrollo integral de los estudiantes. Visto desde adentro y en la vida cotidiana, lo que Lorena constata es que las emociones de los estudiantes, sus temores e inseguridades, sus confusiones, sus resentimientos, su vergüenza y hasta su rabia, son un asunto del que ningún profesor se hace cargo. Todos dicen con absoluta naturalidad que su papel no es ese sino, en todo caso, el de un tutor. Si los estudiantes sufren o no les agrada lo que viven en el aula es problema de los estudiantes y en todo caso de sus padres. Ellos enseñan, sólo eso. Así, la convivencia para casi todos en esa escuela es simplemente un problema de orden y control, cualquier otra cosa que diga el currículo o las propias normas sobre la necesidad de un clima acogedor y democrático en el aula, es sólo adorno para los discursos. Nadie sabe cómo se hace eso ni tiene tiempo para pensarlo.

Demás está decir que a los padres de familia no se les concede ninguna silla en esa fiesta. La participación de los padres es entendida por el director y los colegas de Lorena del modo más utilitario y materialista posible. Los padres son los primeros en ser llamados cuando se trata de obtener recursos para hacer algo, pero a la vez son impedidos de asomar al aula y de opinar respecto de lo que pasa ahí adentro. Cada crítica a la enseñanza que se atrevan a insinuar les es inmediatamente volteada y devuelta como el «caso personal» de su hijo o hija.

Lorena puede dar fe de que el mejor rendimiento relativo de algunos estudiantes de su escuela no depende tanto de políticas institucionales cuanto del esfuerzo, las iniciativas y las habilidades de uno que otro docente en particular. Es el caso de ella. Varios de los buenos resultados que Lorena ha logrado con sus alumnos han sido obtenidos luchando contra la corriente, es decir, contra la indiferencia del director y la hostilidad de sus propios colegas, que se ponen en alerta cuando alguien se diferencia del proceder homogéneo del grupo. Lorena se da cuenta, sin embargo, que hay cosas que a ella misma no le salen tan bien como quisiera, pero que si tuviera asesoría y respaldo podrían resultarle mucho mejor todavía.

Naturalmente, Lorena comprende que su director no tiene la culpa de las normas que han burocratizado sus funciones, al extremo que lo han llevado a priorizar sus deberes administrativos y a perder de vista su necesario liderazgo pedagógico en la escuela. La consecuencia es que nadie se responsabiliza por los aprendizajes, ni siquiera el profesor, que deriva de inmediato toda responsabilidad a la familia. Si los alumnos están mal, se asume que es problema de cada uno. Este hecho está tan asumido, que nadie siente necesario detenerse a reflexionar si la institución está cumpliendo en verdad los fines que le dan sentido a su existencia.

Si llegados hasta aquí alguno de ustedes ha sentido que este retrato aparentemente pesimista de la escuela pública es una exageración malintencionada y mezquina de Lorena dirigida a desacreditar los esfuerzos oficiales por mejorar la calidad de la educación, se equivoca. La escuela de Lorena, junto a otras cuatro, fue objeto de una investigación etnográfica efectuada el 2005 bajo la conducción de Gisele Cuglievan y en la que participaron Ursula Asmad, Karim Boccio, Gustavo Cruz, Rosario Gildemeister, Giovanna Moreano, Vanessa Rojas, Yolanda Rojo y Nérida Urcia, de la Unidad de Medición de la Calidad Educativa (UMC), del Ministerio de Educación del Perú. Lo que quiere decir que todo lo que hasta aquí les he contado, está documentado.

Estos jóvenes investigadores decidieron aproximarse a la escuela pública peruana desde su vida cotidiana, para comprender mejor el mundo complejo de sus relaciones, episodios y procesos. Fue un estudio de casos en cinco instituciones educativas de zonas pobres de Lima Metropolitana, que buscaba responder la pregunta ¿Qué procesos específicos ocurren en estas instituciones educativas a nivel de escuela y del aula que puedan ayudar a entender los resultados en las pruebas de rendimiento en matemática y comunicación? Lo que implica preguntarse a la vez ¿Cómo funcionan las escuelas estudiadas? y ¿Cómo se configuran los procesos de enseñanza–aprendizaje? Se trataba de establecer las brechas entre las prescripciones señaladas en las normas y las prácticas reales.

Para que no quede duda alguna de lo exhaustivo de esta importante investigación, el equipo realizó entrevistas individuales a profundidad, organizó grupos focales con docentes, directivos, padres y madres de familia y estudiantes de las cinco escuelas elegidas. Pero también entraron a 15 aulas de sexto grado a observar el trabajo de los profesores durante una semana entera, observándose también jornadas completas en 2º y 4º grado de primaria, completando la cifra de 45 aulas observadas. Se observó también los recreos, las formaciones, los ingresos y salidas de la escuela, las reuniones de profesores. Por si fuera poco, se revisaron cuadernos de matemática y lenguaje de una muestra de alumnos de 6º grado y los cuadernos de programación curricular de los maestros.

Naturalmente, también fue observada el aula de Lorena, una profesora cuyos alumnos tenían mejores aprendizajes. Según reporta la investigación, Lorena no presentaba rasgos muy distintos a los demás docentes ni más años de experiencia, pero tenía mayor claridad sobre su rol, más compromiso con los aprendizajes de sus estudiantes y empeño por lograr un clima positivo en su aula. Sus alumnos dijeron que les agradaba la escuela porque se divertían jugando, pero también porque les gustaba aprender. Querían mucho a su profesora por la paciencia que les tenía, por su disposición para volverles a enseñar lo que no comprendían, porque no les pegaba nunca y porque se le veía siempre sinceramente interesada en ellos. Otra cosa que distinguía a Lorena era su mayor capacidad para reflexionar sobre su propia práctica y evaluar críticamente sus estrategias, al revés de la mayoría que prefería repetir lo que siempre hacía, aún sabiendo que no daba resultados.

Gracias a Gisele, Lorena ha confirmado una antigua certeza: que aquellas cualidades del desempeño docente que hacen la diferencia entre un aula con mejores o peores aprendizajes, no se agotan en el dominio sobre los contenidos del currículo. Ahora sabe que no lo estaba haciendo tan mal, pero sabe también que su perspectiva de la docencia no tiene consenso en su institución. La nueva pena de Lorena, sin embargo, es que ninguna de las políticas oficiales de formación docente, más allá de reforzar sus conocimientos lingüísticos y matemáticos, fortalece su posición pedagógica al interior de su escuela. Si usted conoce de otras como ella, por favor contáctelas. No la dejemos sola.

Lima, 27 de Abril de 2008

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1 comentario:

Anónimo dijo...

Mi estimado Lucho sigo con interés creciente cada una de tus comentarios. Este que acabas de publicar particularmente tiene validez y vigencia plena en la gran mayoría de las IIEE.
Hay diversidad de normas y resoluciones con el cúmplase consabido, pero se diluyen de instancia en instancia, de escritorio en escritorio, de manera que cuando suelen llegar al aula llegan atenuadas y sin mucho compromiso .
Todo proceso elemental se produce allí, por ello es importante coordinar los esfuerzos pedagógicos fin de evitar la existencia de sub ambientes educativos, en cada aula, por cada grado , por cada turno en una misma Institucion Educativa , esto según el docente que se asigne o conforme al desempeño personal que exhiba.
Tienes razón al señalar que se ha marcado el aula como area intangible para los Padres de Familia. Da la impresión de ser un quirófano donde se opera la educación de nuestros hijos.
La única diferencia con esta compàración es que un médico de hace 50 años atrás no podría utilizar el intrumental moderno que existe en la actualidad.
Un maestro de ese mismo tiempo tal vez puede pararse hoy al frente y repetir lo que sabe y quizás sean muchos los niños que no se den cuenta del cambio.