20.10.08

Pues llevamos en el alma cicatrices ¿imposibles de borrar?


El Alma del Ebro, escultura de Jaume Plensa, Expo 2008, Saragosa @ UTEBO/ flickr.com

«Los historiadores se han centrado tanto en el ruidoso escenario de la historia, con sus fantásticos castillos y sus grandes batallas, que por lo general no han prestado atención a lo que sucedía en los hogares y en el patio de recreo. Y mientras los historiadores suelen buscar en las batallas de ayer las causas de las de hoy, nosotros en cambio nos preguntamos cómo cada generación de padres e hijos crea los problemas que después se plantean en la vida pública». Estas fueron las palabras con que Lloyd deMause introduce a la lectura de su célebre «Historia de la Infancia», publicada en 1973 como resultado de una larga y trascendente investigación dirigida por él, junto a diez historiadores de la American Historical Association. Ocurre que fueron tantos y tan graves los hechos dolorosos, desconcertantes, absurdos, con los que se tropezaron en sus indagaciones a través de las distintas edades de la historia, que resultaba imposible imaginar el comportamiento público de las diversas sociedades de occidente, tan proclive al conflicto, el dominio y la conquista, como un fenómeno ajeno a las experiencias sufridas en sus primeros años de vida, en los intramuros de sus familias.

No me refiero al «trauma» provocado, en el sentido psiquiátrico del término, es decir, a las huellas de tales experiencias en el sistema nervioso de los niños y a sus secuelas fisiológicas o emocionales. Aquella forma retorcida de plantear las relaciones entre niños y adultos a lo largo de la historia humana, tan crudamente relatada por deMause, me remiten más bien a algo más próximo al título de ese libro extraordinario escrito por Morton Shatzman a inicios de la década del 70: el asesinato del alma. El libro, justamente, describe las consecuencias del tipo de educación que Daniel Moritz Schreber, famoso médico y pedagogo alemán de fines del siglo XIX, ofreciera a su hijo desde su más tierna infancia, quien después se convertiría en el eminente juez Paul Schreber, paciente del mismísimo Freud y el primer caso de esquizofrenia que se registra y define como tal.

¿Puede la educación de los niños asesinarles el alma? La historia dice que sí. Y parece que no es muy difícil ni hace falta pasar por experiencias tan crueles de violencia como las que se describen en la «Historia» relatada por deMause. «Nos equivocamos al decir: yo pienso; deberíamos decir: alguien me piensa» decía Rimbaud, poeta de la segunda mitad del siglo XIX, buscando explicar el peso que adquieren nuestros vínculos y relaciones sociales a la hora de definir lo que somos o lo que creemos ser. Constantino Carvallo retoma esta idea y sostiene más categóricamente: «Ese otro que está en mí, que soy y no soy yo, que lo vivo y que me vive, es lo que quiero llamar ahora el alma». Ahora bien ¿Qué pasa si ese otro que está en mi no es mi yo desconocido sino mi yo enajenado? Quiero decir, un yo que refleja sobre todo el alma de aquellos que dañaron mi confianza en los demás. Luego, uno podría preguntarse cuántas marcas oscuras dejaron en nosotros aquellas experiencias de negación que vivimos a lo largo de nuestra vida. Y cuánto pesan, en efecto, a la hora de convivir.

En otras palabras, podríamos preguntarnos, por ejemplo, si nos enseñaron a confiar o acaso a mantener la guardia siempre arriba; a mostrar reciprocidad o a protegernos en el egoísmo; a cuidar o a maltratar al otro; a compartir o a sacar ventaja a los demás; a escuchar o a hacernos escuchar; a afrontar los problemas de la convivencia o a sufrirlos en silencio; a hablar abiertamente o a disimular lo que en verdad pensamos; a distinguir a las personas de sus errores o a descalificarlas por sus errores; a acoger e integrar o a discriminar y a excluir; a estacionarse en los defectos del otro o a descubrirlo en sus cualidades; a poner por delante los vínculos y los propósitos que nos unen o a magnificar incidentes y acumular resentimientos permanentemente; a aceptar a los demás en sus estilos propios o a desautorizar a los que no hacen las cosas a nuestro modo.

«En cierta manera –decía el recordado Constantino- al ser un otro, mi alma puede serme algo lejano, desconocido, desconcertante». Ese “otro”, en el caso del juez Schreber, era su padre, un hombre convencido como muchos pedagogos de su tiempo que la única autonomía aceptable de un ser humano era actuar conforme a las órdenes y las expectativas de la autoridad, sin necesidad que la autoridad vigile ni castigue. Criado entonces bajo una pauta de dominación y autosometimiento, sin oportunidades significativas para comparar ese código de convivencia con otros distintos y, por lo tanto, para escapar de él, Schreber lo asumió como regla de vida. Así, ya no había cómo separar el modo de pensar del hijo y del padre. Este último se convirtió en «ese otro que está en mí, que soy y no soy yo, que lo vivo y que me vive», es decir, en su alma. Porque el alma genuina del hijo, aquella que no tuvo ocasión para pensar y comprender lo que le estaba ocurriendo, fue asesinada.

Todos acumulamos experiencias a lo largo de la infancia y la adolescencia que no siempre, podría decir casi nunca en la mayoría de casos, podemos detenernos a reflexionar, discernir, entender, comparar con otras parecidas a fin de establecer cómo y hasta qué punto no nos sucedió sólo a nosotros. Menos aún en una edad en la que no se ha vivido lo suficiente todavía como para tener con qué contrastar ni para adquirir o enriquecer los criterios que nos permitan juzgarlas de manera más sabia. Mario Benedetti logró decirlo de manera cruda, más allá de la poesía, cuando afirmaba que la infancia, además de la amistad con el perro del vecino o los álbumes de sellos, es también:

«…la oprobiosa galería de rostros encendidos de entusiasmo puericultor y algunas veces de crueldad dulzona y es (también la infancia tiene su otoño) la caída de las primeras máscaras, la vertiginosa temporada que va de la inauguración del pánico a la vergüenza de la masturbación inicial rudimentaria, la gallina asesinada por los garfios de la misma buena parienta que nos arropa al comienzo de la noche… es el golpe en la cara, para ser más exacto en la nariz, el caliente sabor de la primera sangre tragada y el arranque de la inquina, la navidad del odio que riza el pelo, calienta las orejas, aprieta los dientes, gira los puños en un molinete enloquecido mientras los demás asisten, como un cerco de horripiladas esperanzas, timideces, palabrotas y ojos con náuseas» (La infancia es otra cosa, Inventario uno).

Entonces, uno puede preguntarse cuánta mortificación, miedo o rabia jamás expresada, pensada o discutida, pesa en nosotros a la hora de decirle no a una mano que se tiende, en el secreto temor de que esconda bajo la manga, quizás «como siempre», la intención de fastidiarnos, excluirnos o someternos. Cuanta justicia poética está encerrada en la agresión desproporcionada con que respondemos a algunas palabras ásperas o algún gesto displicente, reivindicando en un instante (que puede ser cada instante) todos los silencios, todas las vergüenzas, todas las impotencias de los primeros años. Cuánto miedo hecho biología está detrás de esta suerte de impedimento fisiológico para decir lo que realmente se piensa en el momento justo y que se desfoga después en forma de diatriba en las paredes de los baños o en la sombra protectora y cómplice de los corredores.

Dice Carvallo que «en el mandato socrático ‘conócete a ti mismo’ se encuentra ya esta distinción extraña entre lo que uno es y lo que desconoce que en verdad es. Como si una duplicidad algo esquizofrénica fuera la característica de la naturaleza humana. ¿Cómo puedo desconocer lo que soy? ¿Cómo es posible que ignore mi propio ser con el que convivo sin tregua día a día? Y, extrañamente, mi alma, lo que no conozco, tiene mayor autenticidad, es más real y se aproxima mejor a lo que soy que todo aquello que yo pienso de mi mismo». Es decir, mi alma puede resultar un objeto esquivo y extraño a mi conciencia, construido con material prestado, que no hemos podido o sabido reemplazar por el nuestro, es decir, por las lecciones aprendidas de nuestra propia experiencia. Mientras no hagamos ese balance, que nos permita distinguir la herencia que queremos conservar de aquella que nos perjudica, seguiremos relacionándonos con los demás, en la vida personal y en el trabajo, aún en los espacios de más genuino compromiso social, aún en las escuelas o en el esfuerzo de dar vida a políticas de cambio en la educación, poseídos por ‘alma ajena’. Es decir, por la de aquellos que nos enseñaron a vivir en la negación y en la desconfianza, a encerrarnos en nuestros propios intereses y a mirar al resto del género humano con recelo, temor, envidia o fastidio.

César Rodriguez Rabanal, destacado psicoanalista peruano, publicó a fines de los años 80 un libro que llamó «Cicatrices de la pobreza», donde se propuso demostrar, sin afán estigmatizador, cómo es que cierto tipo de experiencias de sufrimiento, de las que podríamos emerger sanos y orgullosamente sobrevivientes, pueden a la vez dejarnos cicatrices. Marcas que no se deben absolutizar, pero tampoco ignorar, a riesgo de volverse piedras invisibles en el zapato, convirtiendo algunos de nuestros comportamientos sociales menos constructivos en hechos aparentemente inexplicables.

Tales marcas conspiran, por ejemplo, con la posibilidad de construir equipo. Peter Senge afirmaba que los grupos humanos que evolucionan hacia equipos competentes, integrados y eficaces, saben comunicarse en dos códigos diferentes, con fluidez y sin que uno interfiera al otro: el del diálogo y el de la discusión. Cuando dialogamos, nadie intenta ganar, se adquiere una comprensión que no sería posible lograr de manera individual y «una nueva clase de mente comienza a cobrar vida». Cuando discutimos, en cambio, se defienden diferentes perspectivas y se busca la mejor como sustento de alguna decisión. Lo que significa que algún punto de vista tendría que prevalecer. Pasar de un código al otro con naturalidad y sin resentir los vínculos no es sencillo, pero se puede aprender.

«El aprendizaje en equipo implica aprender a afrontar creativamente las poderosas fuerzas que se oponen al diálogo y la discusión productivas», dice Senge, pues implica el esfuerzo por mantener la comunicación en el plano de las ideas, sin generar rivalidades ni enemistades de ninguna naturaleza. Pero ¿Qué pasa cuando el alma con la que vamos al encuentro del otro, es una marcada con las viejas cicatrices resultantes de una pésima experiencia social? Pues es muy simple. El diálogo se nos hará difícil si, por ejemplo, tenemos el oído entrenado para escuchar sólo nuestra propia voz y si toda discusión no puede ser para nosotros otra cosa que el preludio de una guerra. Y pueda que el problema no sea la falta de tranquilidad para elegir la respuesta más adecuada en ambos tipos de interacción, sino sencillamente la pobreza y la precariedad de nuestra bandeja de opciones. Sí sólo sabemos atacar o replegarnos, será lo único que podremos elegir.

Según el viejo bolero, llevamos en el alma cicatrices imposibles de borrar. Con perdón de Álvaro Carrillo, curarnos las cicatrices que perjudican nuestra posibilidad de convivir y actuar junto a otros de manera eficaz y placentera, sí se puede y no es necesariamente una tarea clínica. Aunque no dudo que algunos necesitarán ayuda especializada para reparar los daños que le infligió la vida a su inteligencia social, sigo pensando que es una responsabilidad urgente de los educadores. Jacques Delors, en su análisis de los escenarios del siglo XXI, decía que el vínculo social estaba en crisis y que este era uno de los retos más duros para la educación, la democracia y la ciudadanía. El aprendizaje de la convivencia representa entonces, para nosotros, una exigencia mayor. César Vallejo decía en uno de sus recordados poemas: ya va a venir el día, ponte el alma. Pero agregaba a continuación: «Ya va a venir el día, da cuerda a tu brazo, búscate debajo del colchón, vuelve a pararte en tu cabeza, para andar derecho… ya va a venir el día, ponte el sol».

Lima, 20 de octubre de 2008

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