16.11.08

La mejor escuela pública posible ¿Qué tan lejos puede llegar?


Fotografía © Juan Pablo Cuadra/ flickr.com

Suponga que usted llega de visita a una escuela estatal muy pobre en la capital de una provincia rural de la costa norte del Perú. Usted sabe que lo probable, a juzgar por las estadísticas, es que no encuentre mayores signos de esperanza a su interior y sí, por el contrario, nuevos motivos para la desazón. Quiero decir que es casi seguro que esa escuela no se parezca mucho a un espacio efervescente de aprendizajes, desbordante de logros y proezas. Si su sospecha se confirma, entonces usted dirá que, por supuesto, la pobreza, la escasa instrucción de las familias, la mala formación de los maestros, la precariedad de las instalaciones, la lejanía de la capital regional y sus servicios, entre tantas otras adversidades conocidas, lo explican todo.

Luego, pensará que esa escuela pública está en un pozo demasiado hondo y recordará que se ubicó por debajo de la media latinoamericana en los resultados del Segundo Estudio Regional Comparativo y Explicativo (SERCE) publicados el pasado junio. Se dirá que rescatarla tomará 20 años si no más y requerirá un Estado distinto al que hoy tenemos, incluyendo otra generación de maestros y una inversión formidable, muy superior a los exiguos 350 dólares por alumno que hoy se gasta cada año, algo que en tiempos de crisis financiera internacional considera imposible. Usted sacará su conclusión: si sus estudiantes cuando menos comprendieran lo que leen y dominaran las operaciones matemáticas básicas, se habría dado un paso notable. En eso, entonces, pensará, habría que concentrar todas las energías del sistema.

Ahora, imagine que días después usted participa de un diálogo alrededor del currículo de educación básica. Imagínese a sí mismo intercambiando opiniones con otros colegas acerca de cómo mejorarlo para hacer que las escuelas, utilizándolo, puedan preparar los ciudadanos del siglo XXI que el país necesita. Precisamente por eso, usted concuerda en que el currículo demande, por ejemplo, una sólida identidad nacional y cultural, valores morales, una buena formación científica básica, conciencia ambiental, dominio pleno del inglés y los lenguajes tecnológicos más esenciales, así como capacidades para resolver problemas con creatividad e iniciativa, entre otras cosas.

Si el currículo se reafirma en esta perspectiva o la expresa con mayor claridad que antes, usted lo suscribe y cree que esta es la educación que se debería ofrecer en las escuelas. Luego, usted saca su conclusión: hay que dar una mayor difusión al currículo para que nadie deje de usarlo alegando desconocimiento. Hay que exigir, además, a las autoridades regionales en todo el país que se responsabilicen por su aplicación efectiva. Si así se hiciera, piensa usted, la educación escolar podría llegar más lejos.

Ahora, suponga que lee este modesto artículo y a usted le surge una duda: ¿acaso estas dos imágenes contrapuestas de la escuela pública peruana puedan realmente coexistir en su cabeza? Porque, o sólo puede ser capaz de alfabetizar a los niños y aún a costa de enormes esfuerzos o, por el contrario, podría formar a los ciudadanos del milenio si sólo aplicase el currículo. Una de dos. Y es que la primera creencia supone una actitud de razonada resignación ante una realidad aparentemente inmodificable, plagada de impedimentos estructurales cuya solución desborda nuestras fuerzas. La segunda creencia supone, más bien, una actitud de ilusionada confianza ante una realidad maleable, cuyo cambio depende básicamente de la voluntad de la gente, a la que habría que presionar para obligarla a hacer lo que debe, de una buena vez.

A estas alturas, usted se arriesga a hacerse una pregunta absurda: ¿Puede una misma persona creer ambas cosas a la vez? ¿Es posible exhibir estas dos posturas contrapuestas al mismo tiempo? Si examinamos detenidamente los hechos, nos daríamos cuenta que esta curiosa convivencia, pese a carecer de lógica, es completamente posible. Algo así como pedir lo más pero esperar lo menos. De cualquier modo, usted siempre pensó que los seres humanos éramos menos racionales de lo que suponía Aristóteles. Creo, sin embargo, que esta aparente contradicción no desafía la lógica si cumple una condición: que una de ellas represente su convicción más genuina y la otra apenas una impostura. Es decir, usted desconfía profundamente de las posibilidades de cambio de la institución escolar y del propio sistema, pero quizás se sienta obligado por las circunstancias a mostrar esperanza. Luego, quienes pongan atención a su discurso público lo escucharán hablar de la escuela del futuro y de un currículo para el siglo XXI. Pero quienes pongan atención a su comportamiento lo verán demandando a la escuela pública que alfabetice y punto.

Para salir de este dilema esquizofrénico podría usted apelar a su conciencia y esforzarse por actuar de un modo más coherente con sus convicciones. Pero podría también tratar de responder, sin prejuzgar y con la mayor amplitud posible, esta sencilla pregunta: ¿Puede el Estado encargarse seriamente de la educación pública y garantizarle resultados de calidad? Si hay evidencias a favor de un no, pues no hay más que discutir, habría que reducir abiertamente las demandas a la escuela al mínimo posible y «sincerar» el currículo oficial, limitándolo a los aprendizajes instrumentales más básicos. Pero si hay evidencias a favor de un sí, habría que trabajar sobre esa posibilidad y afrontar las limitaciones con la perseverancia que la experiencia aconseja, confiando sinceramente en que sí se puede llegar más lejos. ¿Quién tiene la respuesta correcta?

¿Podrá el Estado con la educación o tirará la toalla?

«En el campo de la educación, es previsible a largo plazo una disminución sustancial del rol y la gravitación del Estado» vaticinaron a fines de los 90 un grupo de expertos en análisis prospectivo convocado por la Conferencia Episcopal Latinoamericana (CELAM), urgida de conocer los desafíos que afrontarían en el tercer milenio de la era cristiana. Este giro de la educación pública hacia el sector privado estaría motivado en la tenaz incapacidad del Estado para ofrecer una buena educación. «De no modificarse las condiciones de eficiencia y de calidad de la educación básica o primaria, en los próximos diez a veinte años en el continente habría, en promedio, entre un 30% y un 40% de la población inhabilitada para incorporarse a trabajos formales y a los beneficios del desarrollo», subrayaban los especialistas.

Las consecuencias de esta tendencia son gravísimas, pues si no lograse revertirse nuestros sistemas educativos estarían contribuyendo de manera directa y sistemática a consolidar sociedades profundamente inequitativas. «Se puede anticipar –agregaban los expertos- una América Latina conformada por vastas ciudades pobladas por ejércitos de analfabetos funcionales, cuyos trabajos son precarios e inestables, principalmente en el sector servicios y en la informalidad».

Ciertamente, este mal pronóstico no es una fatalidad. Los futurólogos se cuidan de enfatizar el condicional en cada uno de sus vaticinios: si acaso no se hicieran las cosas mejor… No están diciendo que no se puedan hacer mejor, sólo constatan que ahora se hacen mal y que de no cambiar, a contrapelo del discurso público de la autoridad, tan histriónicamente optimista, tan versado en al arte de la negación, nos llevarán directo al desastre. Ahora bien ¿Pueden los Estados hacerlo mejor? Quizás debamos preguntarnos además ¿Quieren hacerlo mejor? ¿Están dispuestos a asumir los costos -económicos, técnicos y políticos- de construir «condiciones de eficiencia y calidad» para la educación básica pública?

A juzgar por la experiencia peruana, si uno observa el comportamiento del Estado central en el ámbito de las políticas educativas en los últimos años, no queda mucho sitio para la esperanza. El afán desmedido por acelerar procesos para mostrar resultados rápidos, al costo de la improvisación y el sacrificio de la necesaria reflexión y discusión de las decisiones, ha restado seriedad a iniciativas cargadas de buenas intenciones. Ha perjudicado abiertamente, además, el consenso indispensable que se requiere construir con el resto del país, en pleno proceso de descentralización, y con quienes van a ser sus ejecutores directos, optando más bien por ignorarlos o confrontarlos. De otro lado, el Ministerio de Economía recorta en vez de aumentar el presupuesto de educación para el 2009, haciendo más difícil aún la obtención de los resultados buscados, sin que nadie se alarme. En tanto las escuelas siguen estancadas en los niveles de rendimiento diagnosticados hace 10 años.

Pero uno puede observar también el comportamiento de otros Estados latinoamericanos en relación a su educación, como Colombia, Uruguay o Chile, para comprender que no todos los sistemas estatales de gestión de la educación pública menosprecian la concertación en nombre de su «derecho a gobernar», ni se mueven exclusivamente en el corto plazo, a pesar de interactuar inevitablemente con el factor político, ni buscan confundir deliberadamente medios con fines presentando como «logros» sus propias actividades, pues cuentan con sistemas que miden objetivamente sus progresos y dan cuenta de sus resultados.

Una investigación realizada por McKinsey & Company entre el 2006 y el 2007, publicada por PREAL en julio de este año, buscó establecer por qué los sistemas educativos con más alto desempeño del mundo logran mejores resultados que los demás y por qué ciertas reformas tienen más éxito que otras. Se estudiaron 25 sistemas educativos de Asia, Europa, América del Norte y Medio Oriente, encontrándose tres factores que hacen la diferencia: interesar en la docencia a gente más talentosa, desarrollar profesionalmente a los docentes para que sean mejores maestros y asegurar que éstos maestros se pongan a disposición de todos los niños del sistema, no sólo a los que viven en las ciudades principales.

Un prerrequisito básico encontrado en todos los sistemas estudiados es contar con «liderazgos sostenidos, comprometidos y talentosos», lo que supone naturalmente cambios en el sistema de gestión educativa. Otro es el financiamiento equitativo, pues de otro modo las escuelas más pobres tendrían pocas oportunidades de lograr mejores niveles de desempeño. El estudio señala, además, la calidad del currículo como otro prerrequisito importante, pero constata que si no existe un sistema para hacerlo cumplir de manera efectiva, cualquier reforma curricular tiene un impacto muy escaso en los resultados.

La esperanza juega mejor desde abajo

Pero, supongamos que no tenemos la fortuna de contar en el Perú con una clase dirigente decidida a hacer todo esto con el rigor necesario y hasta las últimas consecuencias en el ámbito de las políticas educativas nacionales. Michaell Fullan, conspicuo investigador de las reformas educativas en el mundo, dice que el cambio estructural de los sistemas suele tener mejores oportunidades cuando viene de abajo arriba. Y es ahí donde llegamos a un escenario diferente. Porque en este país y en muchos otros, escuelas públicas pobres, incluso en áreas rurales alejadas, han ganado efectividad contra todo pronóstico ensayando formas distintas de hacer las cosas, muy sintonizadas por cierto con las conclusiones del estudio McKinsey.

Por ejemplo, con maestros que acompañan a sus estudiantes con dificultades, estando atentos a su desenvolvimiento, prestándoles asistencia en cada actividad y ofreciéndoles orientación oportuna. Maestros que devuelven información al alumno sobre su desempeño, evaluándolos y permitiendo que se autoevalúen continuamente, compartiendo con ellos los resultados todo el tiempo. Maestros que fomentan el aprendizaje a través de la indagación y la experimentación, permitiendo a sus estudiantes analizar, interpretar, relacionar, inferir y discutir la información que les ofrece o que ellos mismos producen, durante las clases.

Maestros que alientan también la creatividad, ofreciendo a sus alumnos la oportunidad de resolver problemas con autonomía, de expresar sus opiniones, así como de proponer y poner en práctica sus propias ideas. Maestros que permiten el ingreso de los hechos de la vida cotidiana y el entorno social de los alumnos al programa de clases, derribando el muro que separa tradicionalmente la enseñanza escolar del mundo real. Maestros que construyen con perseverancia relaciones confianza, aprecio y respeto mutuos en el aula, para lograr un clima de motivación y cooperación en el trabajo diario, basado en reglas claras aceptadas por todos.

Todas estas prácticas han sido halladas por numerosas y conocidas investigaciones empíricas en maestros de carne y hueso que enseñan no en escuelas de Finlandia sino en escuelas estatales pobres, de países latinoamericanos con un ingreso per cápita de 4,000 dólares anuales promedio, seis veces inferior al de los países más desarrollados. Prácticas comúnmente motivadas y sostenidas por una gestión escolar asumida como soporte efectivo al trabajo en aula. Es decir, por directores o directivos con liderazgo institucional y pedagógico, que enfocan la formación profesional del personal docente y los aprendizajes de los estudiantes como el centro de su proyecto educativo, especificando metas concretas y priorizadas que les permitan medir sus progresos. Una gestión basada en reglas claras y explícitas que todos respetan, que practica y fomenta la transparencia en el ejercicio de los roles, que planifica tanto como evalúa la marcha de la institución en todos los niveles y aprovecha los recursos humanos y materiales disponibles al máximo posible.

Avanzar en esa ruta requiere paciencia y perseverancia, pues como dicen los chinos un viaje de mil kilómetros se inicia con un solo paso. Sin embargo, según el estudio McKinsey y conforme a la experiencia de países como Corea del Sur y Singapur, no hay que esperar una generación para ver cambios, aunque nada se moverá significativamente en un tiempo inferior a una década y eso sería rápido. En cambio en el Perú, la experiencia del Proyecto Aprendes en regiones como San Martín, con un Índice de Desarrollo Humano de 3.13, uno de los más bajos del país, demuestra con cifras que en cuatro años de trabajo perseverante y cuidadoso en varios frentes a la vez, pueden lograrse saltos notables en la motivación y en la calidad del desempeño de docentes y estudiantes de escuelas rurales muy pobres, por encima de sus numerosas desventajas de partida. Saltos que van más lejos de las capacidades para leer y multiplicar y que pueden observarse en la personalidad de estos niños o en su notable desenvolvimiento social.

Usted está terminando de leer este artículo y ahora le surge otra pregunta: entre el idealismo y la resignación ¿Existen mundos habitados? Usted quiere decir si entre el optimismo ingenuo o demagógico, que cree posible una escuela pública a la altura del siglo XXI y las exigencias de la Aldea Global; y el resignado pesimismo pragmático, que no le apuesta un centavo a nada más que no sea a la alfabetización de los niños en la lengua escrita y en las matemáticas básicas; entre esa escuela idealizada a la que se le puede demandar de todo y aquella otra minimizada de la que sólo se espera que enseñe a leer ¿Existe otra escuela posible?

Como hemos intentado mostrar, ciertamente que sí. Una escuela pobre y quizás ambivalente, pero en esforzado y a veces errático trance de cambio, como diría el poeta Matthew Arnold, de fines del siglo XIX, una escuela que deambula entre un mundo caduco y otro que no acaba de nacer. Quizás también entre la soledad de sus esfuerzos locales y la complicada esquizofrenia de las distantes políticas nacionales. Una escuela que puede dar mayores saltos hacia delante si encuentra la oportunidad, o regresar a su punto de partida, si acaso se le sigue ignorando y enviando la señal de que sólo importa que sus niños lean y sumen.

La mejor escuela pública posible, alineada a la aspiración de una educación de calidad para todos, una educación que forme a los hijos de las familias de menores ingresos como personas y ciudadanos en todas sus dimensiones, en el saber, la ética y la estética como decían los antiguos griegos, porque a eso tienen derecho, quizás no puede hacer hoy todo lo que le pide el currículo, más allá del buen deseo de sus apasionados formuladores, pero puede llegar más lejos de lo que el sistema le pide en los hechos. Las rutas están abiertas y pienso que no hay necesidad de cruzar el Atlántico a cada rato para encontrarlas.

Lima, noviembre de 2008





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