22.3.09

En qué tendrían que convertirse las escuelas para que el currículo se pueda enseñar


Fotografía © Jorge Martínez/ www.flickr.com

Ana Cecilia siempre fue una mujer comprometida con lo que hace y, por lo tanto, empeñada en hacerlo bien. Así fue que eligió ser maestra y después directora de escuela. Por eso no sorprende esa extraña migraña que le ha aparecido desde que asumió la dirección de aquel centro educativo en la apacible ciudad de Tarma, a 3 mil metros sobre el nivel del mar. Ocurre que sus estudiantes de tercer grado no han logrado aprender ni lo más elemental que les pide el currículo, algo de lo que se enteró no por las libretas de los niños, ya que todos fueron promovidos el año pasado, sino por haber participado en la última evaluación censal efectuada por el Ministerio de Educación. Gracias a esta prueba constató que sólo el 30% entiende bien lo que lee. Mayor ha sido su angustia al recibir el nuevo currículo, pues allí se le demandan un conjunto de resultados que ella siente importantes y no desea eludir, pero que a la vez la abruman.

Demandas curriculares: el empedrado camino de la escuela

El currículo le exige, en primer lugar, desarrollar la identidad personal, social y cultural de sus estudiantes a través de una educación intercultural. Según lee, esto significa enseñarles en su lengua materna, hacerles conocer y valorar su propia cultura tanto como otras distintas y, a la vez, garantizar una convivencia libre de toda clase de discriminaciones. El problema es que en esa escuela, donde estudia un 30% de niños quechua hablantes, no hay profesor que hable ese idioma. Además, los chicos con mayores dificultades para seguir el discurso del profesor, que pueden ser fácilmente más de la mitad de la clase en cada caso, son siempre sentados atrás, juntados en grupos diferenciados o derivados a otras secciones, a fin de que no perjudiquen el aprendizaje de los niños que cada profesor considera más aptos. Es decir, hay una discriminación institucionalizada.

De otro lado, los padres de estos alumnos son en su gran mayoría personas con poca instrucción y de escasos ingresos. Este hecho lleva a los profesores a suponer que la vida familiar y comunitaria de sus estudiantes los empobrece culturalmente, es fuente de malos ejemplos y perjudica su formación. No hay, pues, una visión positiva del legado cultural de los niños. Todo lo contrario.

En segundo lugar, el currículo demanda el pleno dominio del castellano tanto oral como escrito, en distintas situaciones y contextos, para acceder a los diversos campos del conocimiento. Suena bien pero, la verdad, la mayor parte de sus profesores no podrían acreditar esta capacidad. Buena parte de ellos no tuvieron el castellano como lengua materna y han sido castellanizados en escuelas públicas a manos de profesores con deficiente dominio del idioma. Esa es también la realidad, lo sabe por experiencia, de numerosísimas escuelas públicas.

Por lo demás, ni ella misma aprendió el idioma castellano para «comunicarse con eficacia en diferentes contextos», como pide el currículo. Menos aún a hacer análisis lógico y comparativo de la información contenida en un texto escrito. Sólo le enseñaron a copiar y a repetir frases dictadas por el profesor o sacadas de un libro. Ana Cecilia, una mujer joven y segura de sí misma, cree ser una persona que sabe hacerse entender por todo el mundo, pero si algo tiene claro es que esa cualidad la aprendió en la vida y por su propia cuenta.

La nueva versión del currículo le exige también desarrollar en sus alumnos el pensamiento matemático, tanto como una cultura científica y tecnológica. El currículo habla de favorecer en los estudiantes el «rigor intelectual» propio del razonamiento y la investigación, ofreciéndoles «experiencias enriquecedoras para el desarrollo de sus capacidades y actitudes científicas, así como la adquisición y aplicación de conocimientos científicos naturales y tecnológicos». Ana Cecilia está completamente de acuerdo, pero el hecho es que sus profesores cuando enseñan matemáticas priorizan las competencias más operativas, las que sólo requieren de un pensamiento mecánico. Las competencias que exigen un pensamiento espacial y de resolución de problemas son desarrolladas en menor medida, de manera parcial y sólo introductoria o, sencillamente, no son enseñadas.

Cuando ha reclamado por esto a sus profesores, la respuesta ha sido siempre la misma: falta tiempo y no hay suficiente material disponible. La directora cree que les hace falta, además, mayor entrenamiento en esas mismas competencias, pues ellos también son víctimas de una educación matemática que exige un escaso nivel de razonamiento. Por lo demás, ofrecer a los alumnos experiencias que aporten a sus capacidades y actitudes científicas, como le pide el currículo, supone investigar, experimentar, cuestionar, discutir, aplicar instrumentos, cotejar resultados, es decir, emplear más tiempo del que normalmente se usa para completar el programa. Su cuadro de horas se haría añicos.

En cuarto lugar, el currículo le demanda propiciar entre sus estudiantes la comprensión y valoración de su medio geográfico, de su historia, del presente y el futuro de la humanidad, mediante el desarrollo del pensamiento crítico. Es interesante que el propio currículo diga que este aprendizaje se logra «favoreciendo el desarrollo de capacidades de observación, análisis, síntesis, evaluación y juicio crítico, a partir de comprender y valorar los ámbitos… en los que [el estudiante] vive y actúa», es decir «mediante el análisis de diversas situaciones y la valoración de sus causas y consecuencias». Pero esta forma de trabajar, dice Ana Cecilia, perturba mucho a los profesores, pues propicia la multiplicación de opiniones en el aula. Si la verdad es una sola y está en los libros, ¿para qué perder el tiempo en divagaciones? Por eso prefieren ir de frente al punto y decirles a los chicos qué deben escribir en el cuaderno. A la hora del examen, nadie les va a pedir su opinión.

El currículo, en quinto lugar, también demanda desarrollar en los alumnos su capacidad productiva, innovadora y emprendedora, como parte del proyecto de vida que necesitan construir como ciudadanos. Ana Cecilia está sorprendida de lo que lee, porque el currículo dice que para esto se debe fomentar en los estudiantes «durante toda su trayectoria escolar, su capacidad y actitud proactiva y creadora para desempeñarse como agente productivo, innovador y emprendedor de iniciativas y soluciones individuales y colectivas». Eso querría decir que desde la educación inicial hasta la secundaria, los alumnos deberían tener oportunidades constantes para desarrollar iniciativas y discutirlas con sus compañeros, con mucho margen de libertad para hacer propuestas o contrapropuestas usando su propio criterio. Mejor aún si haciendo uso creativo de los conocimientos adquiridos en cada grado. El currículo es explícito: dice que se debe «ofrecer las oportunidades y condiciones necesarias para que el estudiante aprenda a decidir y asumir retos».

Ahora, esta exigencia del currículo se contradice nuevamente con el cuadro de horas y en particular con la carga horaria asignada a comunicación y matemáticas. Si los profesores dan libertad a sus alumnos para actuar de manera proactiva, innovadora, emprendedora y creativa ¿En qué momento se hace clases? Su lógica es muy sencilla: tiempo entregado al alumno para que plantee y desarrolle iniciativas, es tiempo restado a la clase y al profesor. Hay un programa que cumplir, hay conocimientos que entregar, hay plazos para todo eso, después ¿Quién se hace cargo del atraso? Por lo demás ¿Qué pasa si las decisiones de los alumnos desafían el criterio del profesor? ¿Dónde se ha visto que puede haber más de un criterio para hacer algo correctamente y que ese criterio no sea el del maestro? La directora conoce a su personal y sabe que aquí también habría problemas.

Ana Cecilia ha repasado apenas cinco de las once grandes demandas que le plantea el currículo como aprendizajes que deben poder demostrar todos los que completen su educación básica, dejando pendiente pensar las exigencias que supondría asegurar la formación de una conciencia ambiental, así como el dominio de las nuevas tecnologías, el desarrollo corporal y de la expresión artística de todos sus estudiantes. Ella se da cuenta, sin embargo, que los obstáculos para cumplirlas no están sólo en la buena o mala formación de su personal, sino también en la cultura que predomina en la institución educativa, esas reglas invisibles que llevan a todos sus integrantes a actuar del mismo modo para evitar la censura o el rechazo. Reglas no escritas, dictadas por la costumbre, que han otorgado a las escuelas desde el siglo XIX una peculiar manera de ser y que rigen por igual para el profesor deficiente y para el que exhibe un gran dominio de su especialidad. Pero Ana Cecilia se da cuenta también que la institución y el sistema mismo están hechos –pensados, diseñados, organizados- para trabajar de una sola manera, de ningún modo convergente con el tipo de enseñanza que se requiere para lograr los aprendizajes fundamentales que ahora demanda el currículo.

Tres modelos de escuela a la vista

Pero la directora no se queja ni se rinde y quiere hallar soluciones. Es entonces cuando decide recurrir a sus mejores amigos. Emilia, por ejemplo, ex funcionaria del Ministerio de Educación, le dice que la respuesta está en hacer más frecuentes las evaluaciones externas en áreas clave del currículo, de modo que las escuelas queden notificadas sobre el tipo de resultados que deben producir prioritariamente. Le dice también que el Programa de formación del Ministerio dirigido a docentes en ejercicio, está instruyendo a los maestros sobre los procedimientos metodológicos que todos deberían seguir en el aula para obtener esos mismos resultados. Si todos profesores siguieran los pasos que corresponden en cada caso, los estudiantes terminarían aprendiendo lo que se les quiere enseñar.

Ana Cecilia trabajó alguna vez en una escuela parecida al ideal de Emilia. Su reglamento especificaba con claridad cada paso necesario para hacer que la institución funcione ordenadamente: programación, evaluación, reuniones, refrigerios, visitas, excursiones, recreos, permisos, castigos y todo cuanto se puedan normar. Las secciones del mismo grado se sincronizaban para que cada semana los estudiantes reciban la misma clase, usen el mismo texto y desarrollen las mismas actividades. Hasta los paseos eran siempre al mismo lugar y en función a los mismos objetivos. Por supuesto, los exámenes eran iguales y se aplicaban el mismo día en simultáneo. Los profesores se reunían cada bimestre, básicamente para uniformizar su programación. Pero aún si este afán por hacer todo idéntico no se pareciera tanto al de una institución militar, Ana Cecilia se pregunta si igualar metodológicamente el comportamiento de sus profesores, homogenizaría también sus creencias, convicciones y valoraciones o más bien las disimularía, manteniendo en las aulas los mismos problemas de subestimación, discriminación, apresuramiento o superficialidad que ha venido identificando hasta ahora.

Sandra, otra amiga de Ana Cecilia, docente de educación superior que trabaja desde hace años en programas de capacitación docente, le dice que la verdadera salida es la profesionalización de los maestros. Si tuviéramos maestros mejor preparados, le dice, todo sería distinto. Cada docente sabría qué tiene que hacer, cómo y con qué, enfocándose a su aula sin mayor necesidad de nada. Naturalmente, agrega Sandra, hay pautas prescritas oficialmente para cada área y nivel, pero todos estarían suficientemente preparados para entenderlas y trabajar con ellas sin mayores dificultades. El centro educativo debería, más bien, evitar al máximo las reuniones entre maestros para no distraerlos de su labor principal.

Ana Cecilia piensa que algo parecido es lo que pasa actualmente en su escuela. Cada profesor se enfoca básicamente en su aula, nunca hay tiempo para juntarse a evaluar, discutir y planificar nada en conjunto, todos trabajan en principio con lo que el Ministerio de Educación les pide. Claro, la diferencia con la propuesta de Sandra estaría en el nivel de preparación del docente. Pero algunos de sus maestros que demuestran tener una buena formación profesional, forman parte del grupo que no se dedica a los alumnos que considera menos hábiles y que prefiere avanzar con su programa sin distraerse con metodologías participativas que lo retrasan y no lo conducen de manera directa, según ellos, al objetivo de la clase. Se pregunta entonces si la solución se resume en la formación profesional y, luego, en el desempeño individual de cada profesor.

Una de las experiencias que Ana Cecilia recuerda con más cariño fue aquella ocasión en la que, habiendo asumido la dirección de un colegio receptor de niños excluidos de otras instituciones por problemas de conducta o rendimiento, decidió hacer algo por ellos que, en verdad, haga la diferencia. Los muchachos que llegaban traían un historial de defectos, pero también cualidades, como cualquier ser humano, sólo que nadie prestaba atención a lo segundo. Fue así como nuestra directora propuso a los profesores organizarse con mayor flexibilidad, a fin de adecuar la enseñanza de cada grado a las necesidades y a las habilidades de sus estudiantes.

Se empezaron entonces a planificar las clases tomando en cuenta las ventajas y desventajas con que llegaban los alumnos para lograr los aprendizajes de cada área curricular, en particular la mayor capacidad de cada uno en determinadas áreas, así como el estilo y habilidades de cada maestro para enseñar según estas diferencias. Ana Cecilia tenía reuniones semanales con sus colegas para compartir avances y dificultades, tanto de orden profesional como personal, así como para aconsejarse mutuamente y prever actividades de capacitación o autoformación en los aspectos más necesarios. Ella no los coaccionaba a acabar el programa contra viento y marea, pues por principio allí se avanzaba al ritmo de los estudiantes y no se permitía que ninguno se quedara atrás. Los profesores del siguiente grado tomaban nota de los vacíos con que llegaban, los conversaban con sus colegas y los incluían después en su planificación. En verdad, Anacé piensa que este diseño de escuela podría ser su tercera opción.

Michael Bonami, profesor de psicosociología de las organizaciones e investigador de la Universidad Católica de Lovaina, distingue tres estrategias de organización adoptadas por las escuelas para dinamizar su labor y mejorar sus resultados: la estrategia burocrática, bastante apegada a las normas elaboradas por la cúpula de funcionarios de los Ministerios, quienes asignan a las escuelas y docentes el rol de ejecutores, así como a reglamentaciones precisas dirigidos a estandarizar tanto los resultados como los procedimientos de la enseñanza escolar, procurando reducir al mínimo el intercambio entre los docentes e interponiendo a cada proceso una larga cadena administrativa a fin de asegurar el control. Esa es la escuela que se acerca al ideal de Emilia, la amiga de Ana Cecilia. Para Bonami, sin embargo, las complejidades propias del trabajo educativo –a las que podríamos agregar la alta diversidad existente en nuestras escuelas- no se prestan a esta especie de racionalización tayloriana que supone la estrategia de estandarización. El resultado suele ser el empobrecimiento de la profesión o la evasión sistemática de las normas oficiales.

La segunda estrategia es la profesionalización y enfatiza la formación docente, su actualización y perfeccionamiento, en la perspectiva de una progresiva habilitación profesional. Esta apuesta por la capacitación como eje, siguiendo las pautas oficiales que regulan el rol docente, su preparación, su evaluación y la forma de ejercer la profesión, apunta a un docente preparado y autosuficiente, apto para desempeñarse básicamente bien en su aula y en todos los ámbitos de su especialidad, sin necesidad de mayores soportes institucionales. Este tipo de escuela, respetuosa de la autonomía profesional del maestro y diseñada para no interferirlo, es la que imagina Sandra, la otra amiga de Ana Cecilia. Bonami piensa, sin embargo, que los cambios derivados de una estrategia como esta por sí misma son muy limitados, entre otras razones porque las condiciones requeridas por los procesos de profesionalización docente nos conducen inevitablemente a cambios en otros planos del sistema, en la propia institución escolar y en la percepción que los docentes tienen de su identidad profesional. Si tales condiciones no se abordan, la profesionalización encuentra rápidamente sus límites y los cambios más sustantivos en la calidad de los resultados no se producirán.

La tercera estrategia de organización que describe Bonami es la que busca adecuar específicamente la dinámica institucional con gran flexibilidad a un fin o situación concreta, apoyándose en la mutua regulación y adaptación a las necesidades. Sin duda, esto favorece la innovación entre los docentes en la medida que adecuarse a las características particulares de cada desafío pedagógico exige creatividad y, por lo tanto, requiere libertad e imaginación para construir la mejor respuesta. Más que imposiciones requiere acuerdos, lo que facilita el compromiso de los maestros con cada solución que se decide. Es un tipo de organización poco compleja, enemiga del formalismo y donde las decisiones no están centralizadas en una o en muy pocas personas sino en equipos, que cuentan con el espacio y tiempo necesarios para pensar y proponer y con la eventual ayuda de especialistas.

Este es el tipo de escuela que recuerda la propia Ana Cecilia de una experiencia personal anterior y es la que Bonami denomina «adhocráticas». La adhocracia es un neologismo utilizado por Alvin Toffler en oposición a la noción de burocracia y se deriva de la conocida locución latina AD HOC. Si la burocracia se maneja con rutinas estandarizadas, desajustadas de cada realidad, la adhocracia acorta y simplifica los procesos adaptándose a cada situación particular. El problema de esta estrategia, señala Bonami, está básicamente en sus demandas de trabajo y tiempo, poco sostenibles en la cotidianeidad de la escuela y más bien factibles en circunstancias extraordinarias y por periodos determinados.

¿Se pueden combinar las tres soluciones?

Regresemos a las demandas curriculares. Allanar el camino al logro de los aprendizajes que el currículo señala como prioritarios, exige un nivel de estandarización que lejos de perjudicar podría más bien ayudar a obtener mejores resultados. Es el caso de una definición más clara de las competencias demandadas, tanto en sus tramos iniciales e intermedios como finales, a fin de facilitar su medición y su misma enseñanza. Paso que el actual currículo escolar peruano todavía no ha dado. Esto aportaría a los profesores y al sistema una referencia común mucho más comprensible para hacer su trabajo en cada escuela, para diseñar programas de capacitación y de autoformación docente e incluso planes correctivos cuando sea necesario.

De otro lado, el impulso al desarrollo profesional de los docentes, sobre todo si se orienta a formar maestros reflexivos, capaces de pensar, como dice Bonami, en y sobre su acción pedagógica, podría ir más allá de la dotación de un conjunto de rutinas metodológicas y enfatizar sobre todo la habilidad de adaptación a situaciones particulares, es decir, el desarrollo del pensamiento divergente, de la capacidad de indagación y experimentación pedagógica. Además, si la escuela da al personal las facilidades necesarias para poner esto en práctica con un mínimo de libertad y seriedad, la profesionalización podría hallar vía libre para cumplir sus objetivos más relevantes y provocar cambios significativos, tanto en la cultura institucional como en la propia identidad profesional del maestro.

Finalmente, la estrategia adhocrática, en la medida que favorece experiencias de aprendizaje colectivo y facilita los acuerdos, permite la necesaria adaptación de la enseñanza a las complejidades de un aula inevitablemente heterogénea y afectada por las desigualdades, tanto como a los cambios requeridos en la forma misma de enseñar. En particular cuando se trata de poner en práctica estrategias novedosas e interactivas, que implican una reforma significativa de la cultura y los hábitos pedagógicos de los maestros, como las que se necesitan para responder a las demandas del actual currículo.

Combinar estas tres estrategias implica, de todos modos, cambios muy significativos en el diseño organizacional actual de la escuela, cuyo anacrónico manejo del tiempo y el espacio constriñe el trabajo docente a límites muy estrechos, francamente contradictorios con las demandas más cualitativas del currículo, volviéndolo prácticamente inaplicable. Por lo mismo, exige también ampliar la agenda de discusión sobre la reforma de la gestión educativa y la institucionalidad del sistema, trascendiendo el tema de las competencias normativas y la autonomía escolar, para empezar a problematizar la estructura organizativa y funcional misma de la escuela.

Una escuela a la que Noel McGinn, profesor emérito de Harvard, denominó alguna vez una curiosa antigüedad viviendo fuera de su tiempo útil, que continua gestionando el horario semanal igual que durante la presidencia de Manuel Prado, es decir, como si se tratara de distribuir con premura, siguiendo un orden y una secuencialidad universal, las verdades inmutables del saber humano, no va a permitir objetivamente a ningún docente, por muy buena que sea su formación, cumplir la promesa del currículo de formar una generación creativa, innovadora y emprendedora, capaz de pensar de manera crítica y divergente, de resolver problemas y construir caminos hacia sus metas.

Ocurre que es inocultable, pero hay que decirlo con claridad. Una institución que deja sin lugar al trabajo en equipo, la investigación, la exploración del entorno, el debate de ideas, la solución de problemas en contextos reales, la autoevaluación permanente y la construcción de acuerdos en los distintos niveles de decisión, empezando por el aula, es la que se dedica fundamentalmente a seguir al pie de la letra el cuadro oficial de horas y avanzar a toda prisa hasta agotar el programa establecido. Afirmar lo contrario y creer que esta misma escuela, con algo de buena voluntad, más evaluaciones, mejor capacitación de su personal y mayor presión social sobre los maestros, puede posibilitar los aprendizajes demandados por el currículo –todos ellos, no sólo leer y sumar- es no sólo engañarse sino, lo que es peor, vender una ilusión.

Lima, marzo de 2009


Trabajo presentado en el Taller Estándares e Indicadores de Calidad en la Educación Básica, organizado por el Instituto Peruano de Evaluación de la Educación Básica (IPEBA), órgano del Sistema Nacional de Evaluación y Acreditación de la Calidad Educativa (SINEACE). Lima, 12 de Marzo de 2009.

1 comentario:

Carlos Angeles dijo...

Cada quien hace lo que puede , ya sea porque no conoce otra forma de administrar su trabajo o porque los registros de evaluación aguantan todo.

Lo cierto es que ya no es solo un problema de manejo pedagógico por definir, sino que generaciones de peruanos están pasando sus días en la incertidumbre de un sistema que aún no termina de reformarse.

Cuando a un hijo suyo le entregan un certificado de estudios que suponen algunas competencias adquiridas y Ud. en realidad comprueba que no es cierto.¿No está frente a una estafa?.

Hay que poner el tema educativo en el eje central de todo plan de desarrollo en todas las instancias de gobierno.Por la educación deben empezar todas las decisiones que se tomen.

Gracias Lucho por promover la discusión y el análisis en tus artículos.