3.2.08

¿Cómo se cambia un sistema educativo desde abajo?


Fotografía © Jorge Oroza

Por supuesto que usted conoce al Pato Donald, el célebre dibujo animado de Walt Disney cuyos orígenes se remontan a los pasados años 30. Quizás también conozca el famoso estudio de Ariel Dorfmann y Armand Mattelart, «Para leer al pato Donald», publicado en 1972 y que buscó poner en evidencia el contenido ideológico de los mensajes puestos en boca del personaje, de su tío rico o de sus tres sobrinos. Martín Barbero, antropólogo y semiólogo español, lo recuerda como la más típica expresión de los tiempos en los cuales la comunicación era estudiada desde el punto de vista del emisor, dando por hecho que sus mensajes, explícitos e implícitos, penetraban masivamente en la mente de los receptores, tiñendo de manera irremediable sus creencias y sus comportamientos.

Sin embargo, como varios de mi generación recordarán con cierta nostalgia, la evolución de las ciencias sociales desde una visión más estructuralista de la sociedad y sus problemas hacia una visión construida desde las perspectivas de sus diversos actores, implicó entre otras cosas un volver la mirada hacia los sujetos. Se abrió así una época en la que los comunicadores empezaron a investigar no sólo los mensajes sino sobre todo la recepción que la gente hacía de ellos.

Ya no estábamos entonces en la idea de un receptor pasivo e influenciable, algo así como un salón de clases en la cultivada fantasía de los maestros que culminan su formación profesional, sino de un receptor capaz de filtrar, rechazar, negociar o reconstruir los sentidos de los mensajes que recibe, desde la compleja trama de sus propias creencias, valores y experiencias. Dicho de otra manera, la atención se desplazó del contenido de los mensajes a las diversas reacciones –emociones, sensaciones, ideas, disposiciones, conductas- que podían suscitar en las personas a las que estaban dirigidos y en la diversidad de contextos a los que pertenecían.

Sin embargo, parece que en educación no hemos logrado hacer el mismo tránsito de paradigma. Para Michael Fullan, experto canadiense en reformas educativas, los procesos de cambio en educación han seguido el mismo patrón lineal del viejo esquema emisor-receptor, como innovaciones universales diseñadas desde fuera de los centros educativos, para ser después transmitidas y demandas a todos de manera uniforme. Así, a los profesores y a las escuelas se les ha asignado siempre el papel de consumidores, usuarios u operadores de los cambios, sin que nadie se plantee la pregunta si acaso aquellos les otorgan el mismo significado, si los aceptan y los sienten necesarios para sí mismos, si están en capacidad o en posibilidad de llevarlos a la práctica.

Esto significa que las modificaciones que las innovaciones implican en el rol habitual de los docentes, en todas las demandas de tiempo que suponen, así como de esfuerzos adicionales, de uso de nuevos recursos, de manejo de incertidumbres o en los desacomodos que ocasionan y en la reorientación del actuar cotidiano hacia nuevos propósitos, inevitable en cualquier ser humano que abandone la zona segura de sus rutinas para arriesgarse a cambiar de carril, no ha constituido nunca el objeto principal de las políticas de reforma. Por lo general, todas se han detenido en el contenido mismo de sus demandas y en sus propias acciones.

Por ejemplo, una política de textos escolares innovadores que se agota en producirlos y distribuirlos y no acompaña ni sostiene los procesos de cambio que supone introducir libros y bibliotecas en aulas donde prima el dictado. Una política de Consejos Escolares que se agota en la elección de sus miembros de acuerdo a reglamento, y no apoya los procesos de cambio institucional que supone introducir órganos de participación contrarios al hábito de gobernar la escuela a puertas cerradas. Una política que aumenta una hora de clases a los colegios urbanos de un solo turno, que se agota en la extensión del horario y no prevé cómo dar impulso al proceso de cambio en la calidad de las oportunidades educativas que ofrecen, única razón de la necesidad de más tiempo. Una política de formación a maestros en servicio que se agota en la entrega de conocimientos e información, y no se compromete con el difícil proceso de cambio que supone pasar de una docencia discursiva limitada a la repetición, a una docencia reflexiva orientada a la creación de conocimientos.

En todos estos casos las políticas se anuncian como «dotación de textos escolares», «creación de consejos escolares», «aumento de la jornada escolar», «programa de capacitación a maestros», es decir, con un rótulo que denomina la acción gubernamental, no los cambios que se esperan lograr a consecuencia de ella. La ocurrencia de cualquier cambio se presume en todo caso como un efecto automático de la obediencia a la autoridad o se presenta como dependiente de la buena voluntad de los actores. Lo que supone encogerse de hombros y señalarlos cuando ningún cambio se produzca en verdad. A tal punto es así que en muchos procesos de reforma, dice Noel McGinn, ni siquiera se recogen datos sobre el nivel de adopción real de cambios en las prácticas y el sistema, ni sobre el mayor o menor grado de conciencia, comprensión y habilidad de los docentes en relación a ellos.

Este fenómeno no es una novedad y viene siendo continuamente señalado desde la pasada década del 60. Estudiosos de estos procesos, como Fullan, enfatizan por eso la necesidad de reformas que no se estacionen en el contenido de sus políticas innovadoras, sino que vuelvan la mirada hacia sus destinatarios. Esto supone anticipar las dificultades de los actores y prepararlos para desempeñar los nuevos roles que se les demandan, considerando tiempo y recursos suficientes para que logren apropiarse de ellos, desaprendiendo y reaprendiendo lo que sea preciso, negociando con sus necesidades, reduciendo sus incertidumbres y mostrando con claridad no sólo la importancia sino la urgencia y el beneficio de trasladarse a un nuevo escenario de acción profesional.

Diversas investigaciones han llegado a identificar hasta cinco factores que hacen posible que un determinado cambio pueda ser adoptado o no por los actores en su práctica diaria. Según McGinn, pesan mucho las ventajas relativas del cambio que se les propone respecto de su práctica habitual. Estamos hablando de ventajas en términos de costos, facilidades de uso, tiempo para la obtención de resultados, del margen de riesgo que conlleva y de las implicancias para el docente en términos de prestigio social. Claro está, los maestros no tendrán oportunidad para realizar estos cálculos delante de la autoridad, en alguna fase previa a la implementación de la política, resignándose a hacerlos en los pasadizos de la escuela o en la soledad de su aula.

Un segundo factor es el grado de compatibilidad del cambio propuesto con el contexto de los actores, tanto a nivel de los conocimientos y procedimientos a los que están habituados, como de los valores que sostienen sus maneras de hacer las cosas. Me he encontrado no pocas veces con docentes que se sentían disminuidos en su rol con la denominación de «facilitadores», impacientes por la espera que supone un aula que delibera y elabora sus propias conclusiones, inquietos por el murmullo y la espontaneidad que emergen de grupos de trabajo activos en el salón de clases, mortificados con alumnos que discuten la información que se les presenta. En todos estos casos la pedagogía que demanda la política curricular colisiona con la cultura escolar vigente.

Un tercer factor tiene que ver con cuan amigable le resulte la innovación al docente. Si el cambio exige aprendizajes numerosos o complejos para ser operado, las posibilidades de ser aceptado se reducen significativamente. Hay suficiente evidencia acumulada alrededor de esta ecuación: mientras mayor sea la cuota de exigencia y dificultad del cambio, mayor será la resistencia de los actores. Resistencia que no necesariamente va a expresarse de manera abierta sino más bien como oposición silenciosa, como boicot sistemático, como desacato encubierto, como simulación.

Un cuarto factor es la inversión inicial necesaria para poner en práctica un determinado cambio, pues aquellos que suponen costos bajos suelen ser considerados menos riesgosos por los actores. Es sencillo: mientras menos se tenga que perder, puedo intentarse. Si por el contrario, se estima que los costos de ensayarlo y fracasar son altos, nadie se arriesga. Un quinto factor, concluye McGinn, es la imitación social, pues está probado que las personas a las que se les propone un cambio están más dispuestas a adoptarlo si comprueban que otros ya se han arriesgado antes a ponerlo a prueba.

Ninguno de estos factores es advertido cuando las reformas ponen el acento en sus propias acciones, desestimando lo que en otros tiempos solía llamarse el «factor subjetivo» de los cambios. Para que el cambio en educación tenga probabilidades de éxito, señala Fullan, los sujetos deben hacerse visibles. Es decir, docentes y autoridades, padres y estudiantes, políticos y administradores, deben acordar el significado de todo lo que se necesita cambiar, tanto como el modo de hacerlo. Nada fácil cuando hay un gran número de personas e intereses involucrados, pero inevitable para comprender y anticipar las reacciones de cada uno y sumar voluntades a favor de la reforma.

Es aquí donde la complejidad del desafío puede hacernos caer en la tentación de volver al pato Donald. Es decir, como en los 70, a preferir invertir todo nuestro tiempo en ponderar sus virtudes o en denunciar su ideología, sin preguntarnos donde están parados sus millones de lectores. Mientras las políticas reformadoras sigan pasando de largo sobre la cabeza de los sujetos a los que debiera más bien comprometer o le sigamos discutiendo sus contenidos, pero ignorando igualmente la subjetividad implicada en las poderosas y pertinaces rutinas del sistema, más allá de los anuncios, discursos y promesas, mal que le pese a la inversión pública y a los probables nuevos préstamos del Tío Rico, el sistema educativo mejorará y, sin embargo, se las sabrá arreglar para seguir parado en el mismo sitio.

Lima, 03 de Febrero de 2008

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